jueves, 3 de diciembre de 2015

Cantando de mierda hasta el cuello: "Suplicaréis clemencia" de Víctor Martín Iglesias


Suplicaréis clemencia es el segundo libro de Víctor Martín Iglesias tras el nada primerizo Cómo hemos llegado a esto. Llega, por tanto, después de cinco años de larga espera en los que el autor ha tenido tiempo de volver de Estados Unidos (donde había publicado su primera criaturita), conocer la precariedad laboral española, abandonar y regresar a la docencia, ver reeditado su libro de la mano del infatigable Chema Cumbreño con un prólogo de Álvaro Valverde, establecerse en Madrid, abrirse hueco en un par de revistas online, asistir a uno o dos millares de conciertos y, sobre todo, yendo a lo que nos importa, de escribir una magnífica continuación, publicada en Ediciones de la Isla de Siltolá.


Lógicamente, en el poemario encontramos bastante del Víctor Martín que nos presentara Ediciones Casavaria y nos refrescara Ediciones Liliputienses pero, además, Suplicaréis clemencia relata, sin piedad, con muchísimo más detalle y, sobre todo, muchísima más fuerza y acierto, el párrafo que les acabo de soltar hace un momento y muchas otras cosas que son difíciles de resumir o de explicar sin dejarse la garganta o las tripas en el intento. Por tanto, si en Cómo hemos llegado a esto encontrábamos una voz sorprendentemente madura para los 25 años que tenía nuestro protagonista cuando lo publicó (y los 22 o 23 que tenía cuando escribió la mayor parte), ahora nos topamos con una voz aún más sabia, más grave, más experta, más ronca, mejor. Incluso.


El libro se abre con dos citas clarificadoras: la primera condensa perfectamente las dos fuerzas que vertebrarán la actitud del yo poético: “Sabía lo que no quería ser, pero nunca pensé que costara tanto”, de Ricardo Lezón. Anticipa, por tanto, una construcción del yo en la firme voluntad "fonollosiana" de no-ser, es decir, de renuncia a la sociedad, en parte por principios y en parte por la lógica rabia o el consabido hartazgo que conlleva vivir, tener conciencia y no estar absolutamente ciego. O quizá la no-renuncia llega por simple pereza. En cualquier caso, nos anuncia (atención, spoiler) que la crítica social será aguda, despiadada y constante.
Pensarán entonces que el poemario está condenado a un marcadísimo tono agrio, destinado a repartir estopa contra el mundo que nos rodea y a regodearse en el autofustigamiento masoquista. Y así sería y el libro sería muy bueno, muy duro y, sin duda, interesante pero, a la larga, repetitivo y quizás, al cabo, aburrido, de no ser porque, como han visto, la cita no acaba en manifiesto exacerbado, puño a destiempo en alto ni cóctel molótov vandálico, sino en una claudicación tan inteligente y deshonrosa como acaban siendo todas. Y es que este es un poemario sobre la rebeldía condenada al fracaso o, lo que es lo mismo, sobre la juventud perdida o la madurez autoconsciente. Es decir, ese proceso tan terrible vivido desde dentro y tan patético visto desde fuera de dejar de ser joven sin madurar en el intento.
Pero, como todos nuestros lectores sabrán o irán aprendiendo, los fracasos solo se pueden sobrellevar bajo tres premisas: con dinero, con alcohol o con humor. Por eso, la segunda cita es todavía más esclarecedora, ya que advierte de cuál será la otra atracción irrefrenable que impedirá al yo poético caer en la indigencia, el punk o el terrorismo: el esfuerzo y las consecuencias que conlleva esa renuncia, en muchísimas ocasiones condenada al fracaso y, por tanto, de nuevo, a la rabia o el desencanto pero, en esta ocasión, dirigido contra uno mismo. De este modo, apoyándose en Samuel Beckett, Víctor Martín nos recuerda que “Cuando uno está con la mierda hasta el cuello, ya solo le queda cantar” y nos advierte que, aunque desesperado, cruel e hiriente, el humor va a estar presente a lo largo de todo el poemario haciéndolo más variado, entretenido y, curiosamente, consiguiendo que el tono agrio que va y viene sea aun más efectivo. Si cabe.


Así, el primer poema es una andanada brutal contra un vosotros aparentemente despersonalizado y que en realidad somos todos, pero muy especialmente el yo que lo fustiga:

Debo confesar que me impresiona
vuestra capacidad para ir tirando,
capear el temporal y ser felices
con cuatro extremidades, cinco sentidos,
y aguantar ochenta y dos años de media.


Admito que quisiera tener vuestra solvencia
para coger el aire y expulsarlo
sin apenas daros cuenta,
y ese discurrir fluido y calmo
entre las cuatro estaciones de siempre.


Es verdad que envidio vuestra destreza
para abrir el paraguas cuando llueve
y el estoicismo con que esperáis
los medios de transporte en los andenes.


Con toda la humildad que me permite
el asco que me dais, quiero saber, de una vez,
cómo lo hacéis vosotros para no moriros de pena.


Después de este bofetón, el lector avanza tambaleándose hacia el siguiente poema sabiendo que no es bienvenido, que no le espera una lectura fácil ni un reflejo favocedor, sino la ira y el desprecio que, aunque no sabe qué ha hecho para ganarse, tiene la seguridad de merecer (y no hay reproche más doloroso que el que se sabe como cierto). Sin embargo, encuentra entonces un tono muy distinto, aparentemente amable, que parece aconsejar con, casi se diría cariño, un sencillo pero imposible manual de antiayuda:

Aprenderás palabras como ácido 
desoxirribonucleico, esternocleidomastoideo, 
así es como yo me entretengo,
pero sigamos, no quiero hablarte de mí,
quiero hablarte de esto.

Busca el vacío legal en las leyes.
Son, nada más son, te lo aseguro,
el relato de sus taras y prejuicios,
la prueba manifiesta por escrito
de algo que ya el tiempo te dirá:
no son trigo limpio.

Más allá de la música no hay nada,
es mejor que lo sepas cuanto antes.
Este mundo es triste y duele,
recomiendo subir bien el volumen.

Tendrás la sensación de que te engañan,
aquí dentro, junto al fuego,
la ignorancia reconforta, es tan extraño:
más incómodo estarás cuanto más sepas.

La verdad se la comieron los profetas,
el templo lo custodian sus soldados.

En fin, que solo puedo darte, amigo mío,
la receta de un antídoto inservible
que en algunas ocasiones me sirvió:
ríe como un cerdo, ama como un loco.


Pero Víctor Martín es un autor leído y letraherido que sabe que un tono de amenaza funciona mejor en segunda persona, especialmente en el poema que da título al libro:

Os he visto. Sé quiénes sois.
Observáis escaparates, conducís por la derecha,
respetáis los pasos de cebra.
Las tradiciones, el turno, las colas.
Acudís a la cita con el dentista,
pasáis la ITV cuando toca,
y si hay que renovar las ruedas
cada cuarenta o cincuenta mil kilómetros,
se renuevan.
(...)
Hace meses que tenéis las vacaciones planeadas.
Reservado el hotel y los billetes,
apalabrado un chófer.
Cerradas las ventanas, bajadas las persianas
(aunque no del todo) y bien echada la llave.

Tres. Cuatro vueltas.

La mejor ruta posible. Una batería de reserva.
Un vecino regará las flores,
alguien se ocupará del perro.
Se acumulará, es cierto, algo de polvo,
pero, salvo por eso,
todo estará perfecto a vuestra vuelta.

Os he visto. Sé quiénes sois
y solo quiero deciros que vosotros,
vosotros también,
suplicaréis clemencia.


Poco después el autor parece adoptar un tono más claudicante pero, principalmente, observamos en "Testigo de cargo" cómo el tono de amenaza, igual que sucediera con los reproches y los insultos, puede volverse en contra del ya bastante (aunque nunca suficientemente) castigado yo poético. Eso sí, dado que el narrador nunca será más que uno de nosotros, seguimos estando jodidos:

Un sujeto afirma haberte visto
caminando esta mañana por la playa.
Asegura que no hiciste
amago alguno de bañarte,
que dejaste atrás los bares del paseo
y no te detuviste a tomar nada.

Defiende que solo te guiaba
la sórdida intención de estar a solas.
Dice que caminaste sin medida,
que no hablaste con nadie,
sospecha (y ahora todos lo sospechan)
que estuviste solo y solo pensando:
dándole vueltas a la cabeza.

Y está dispuesto a testificar en tu contra.


Por suerte, como hemos dicho, el humor salva o, al menos, entretiene y, en este caso, llega justo a tiempo, primero en su vertiente más negra y después con un deje inconfundible a Nicanor Parra. Solo hay alguna interrupción esporádica, como la "Oda al amor efímero" o "XVIII", en una más que efectiva traca de chistes serios sin maldita la gracia. Verbigracia:
IX
Carlos Trujillo
—el Exiliado, el Gigante, el Poeta—
le envió una copia de mi primer libro
a su compatriota Gonzalo Rojas.

Poco tiempo después, este murió,
así que nunca supe
si llegó a leerlo o no,
si alcanzó siquiera a recibirlo.

Desde entonces,
me gusta pensar en mi libro
como en el gato de Schrödinger:
recibido y no recibido al mismo tiempo.

Leído y no leído.
Una singularidad cuántica que, de alguna manera,
me conecta con Gonzalo Rojas.

También me gusta pensar
que mi libro lo mató.

EL CICLO DE LA VIDA
Nacer, crecer,
cometer los mismos errores que la gente,
contratar a una latinoamericana que nos cuide, 
morir.





De aquí al final, quedan 10 poemas para que termine lo que podríamos considerar propiamente el libro. (Y digo “propiamente” porque Martín, igual que hiciera en Cómo hemos llegado a esto, ha incluido al final unos bonus tracks; en este caso compilados bajo el nombre de “Rarezas y Caras B). Son posiblemente los mejores poemas de un poemario con toda seguridad más que bueno y se abren con “Yo no soy yo”, una crónica, dividida en dos partes, de la expedición en busca de la propia identidad, tras cuyo fracaso queda el vacío del armisticio con la madurez sobrevenida, aceptada con humor amargo pero jamás asimilada:

Una parte de mí no ha terminado.
Y aún insiste en preguntarse
por qué remontan los salmones el río
o por qué todo gira y hacia dónde.

La otra está deseando
decir que los tomates
ya no saben igual
y que todo esto,
antes,era campo.


Al libro aún le queda tiempo, en estos estertores, de ofrecer “Anhedonia”, un poema generacional que pronto aparecerá, supongo en todos vuestros Instragrams, blogs y estados de Facebook, si es que lo permite la Ley Mordaza:

Vivir era esto:
procurarse ciertas calorías,
realizar, en ocasiones, la cópula.
Intentar que de esta rutina infecta
salga de vez en cuando algún poema.

Vivir era esto:
una batalla perdida contra el polvo,
Sísifo pagando facturas eternas.

Vivir era esto:
recorrer el camino que media
entre la joven promesa
y otro bala perdida.


Consigue en estos poemas finales condensar las dos fuerzas de las que hablábamos al principio, con un humor antisocial y amargo que resulta tan irónico y generacional como divertido y terrible. Es lo que encontramos en “Víctor Martín: Instrucciones de uso”, “El tapicero, señora” o en su identificación con la estética de los fracasos pop que despliega en el poema XXVI y que culmina irreprochablemente con los versos que siguen:
(...) 
El accésit en el concurso de la vida.
El que cancela una vez hecha la reserva. 
El saltador que duda encaramado al trampolín. 
Soy el programa que no responde, 
eternamente dividido 
entre seguir esperando 
o cerrarse definitivamente.


Sin embargo, si algo había demostrado Víctor Martín en su anterior libro era su habilidad para despedirse. De nuevo, lo va a hacer con cuidado, insistencia y acierto en un falso final y una coda que formarían el broche perfecto del libro de no ser porque el libro continúa en unas "Rarezas y Caras B" que, como mandan los cánones del rock, parecen contener joyas ocultas o guiños cómplices destinados solo para los fans más acérrimos. Pero claro, ¿quién no va a ser fan a estas alturas? En resumen, no esperen a la reedición (que llegará) y háganse con un ejemplar cuanto antes: empezarán suplicando clemencia y acabarán pidiendo más. Por caridad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario