Libros del K.O. lleva tiempo editando
pequeñas joyas en la colección Hooligans
ilustrados sobre un tema tan despreciable como interesante: la
intelectualización del sentir futbolístico. Y es que si Frank Zappa decía que
escribir sobre música sería algo así como bailar sobre arquitectura, imaginen
qué habría dicho el gran Luis Aragonés sobre estos libritos... Quizás algo no
muy distinto a lo que opina el autor de la obra que procedo a destripar a continuación:
“Racionalizar el fútbol es como deconstruir un salmorejo”.
Pues bien, Antonio
Agredano ha publicado el mejor libro de la colección, al menos de los (casi
todos) leídos por servidor de ustedes, lo que implica un triple mérito: lo ha
hecho pese a “competir” con tótems como Martínez de Pisón, Enric González o
Manuel Jabois, lo ha hecho con un libro dedicado AL CÓRDOBA, SANTO DIOS, AL
CÓRDOBA y, además, lo ha conseguido sin necesitar hablar mucho de fútbol. O
quizás gracias precisamente a eso.
Así, si Enric
González consiguió brillar, casi a su altura habitual, con un libro sobre el
Espanyol y la injusta etiqueta de equipo antinacionalista y de derechas y
Jabois consiguió transmitir la insoportable arrogancia madridista (y jaboista)
con un estilo irresistible, Agredano va a volcarse en su concepción del amor
como “una indomable conversación de silencio”.
Ya desde la
arrebatadora dedicatoria (“A las mujeres que me han amado en mayor o en menor
medida, durante mucho o poco tiempo, pero siempre de forma inesperada, salvaje
y viva”), el exbajista de Deneuve deja claro que se dispone a realizar una
crónica sentimental del Córdoba (“quiero que este libro sea un libro de amor
anclado al futuro”), en la que, exceptuando el primer capítulo, cada epígrafe
llevará el nombre de la novia del momento y servirá de hilo para enhebrar dos
excusas (relación amorosa y relación con el equipo) que, a su vez, le servirán
para desplegar su lirismo cínico y romántico sobre el fútbol, que es la vida. O
no, “pero a veces se solapan”.
El primer
capítulo lleva, en cambio, el nombre de “Córdoba” y supone una breve
descripción de la ciudad y de algunas de las tristes anécdotas mínimas de un
equipo más que humilde, casi miserable. Aun así, se pueden rescatar pasajes
como estos:
Ciudades
empequeñecidas, acomplejadas, nacidas a la sombra de algo mayor, de un coloso
intangible, de una presencia amenazante, de un antagonista inexistente. Con
miedo al cambio. Regodeándose en el ahora, o en lo que fue, cuyo único futuro
es la repetición de lo que tuvo. Como un chiste sin final contado por un niño.
El segundo
capítulo, “Vicky. 1980-1995”, narrará su infancia y bisoña adolescencia, así
como su primer amor con una mezcla de sentimentalidad arrebatada y cinismo
posmoderno que permanecerá a lo largo de todo el libro:
Éramos muy
pequeños y es siniestro ese juego de ser adultos que se necesitan y se aman.
Esta historia ya se ha contado muchas veces: los recuerdos infantiles, el
estadio, el olor del césped, la evocación de una infancia fútil, escurridiza y
leve en la memoria. No iré por ahí. Ser niño no tiene demasiado misterio cuando
creces en una casa estable, querido y protegido. La infancia, en ese caso, es
solo la preparación del amante futuro (…) Recordamos la infancia como quien
cuenta un sueño y se inventa la mayor parte.
La siguiente
sección, “Azahara. 1995-1998”, se adentra en el oscuro mundo del fútbol cadete,
así como en el no menos turbio terreno de la adolescencia, con el tono
confesional del amigo que se sincera entre cervezas y risas:
Echarse una
novia en el barrio donde te habías criado era aburrido, casi colegial. Había
que salir, ver mundo; tener una novia de otro distrito era algo exótico, como
un Erasmus local.
El cuarto
apartado, “María. 1998-2002”, en cambio, evita enfangarse demasiado con un
terreno lleno de mierda, el relativo a la presidencia del Córdoba de Sandokán,
al que despacha con un sutil “un hombre hecho a sí mismo, pero hecho mal, con
desgana”. El caso es que este capítulo sirve para presentar la importancia del
azar en el amor, en este caso, a un equipo de fútbol y, sobre todo, para dejar
otra sentencia inapelable: “Madurar es una leyenda urbana”.
El quinto
capítulo, “Carmen. 2002-2010”, es el más extenso y el mejor, que no es poco
decir. Contiene una reflexión sobre el fútbol, el arte y la vida tan bien
argumentada que casi consigue hacernos mirar con cariño a uno de los seres más pintorescos
surgidos del lateral derecho, el ínclito Álvaro Arbeloa:
La entrega es el
refugio de los mediocres, pero a mí me basta en el fútbol y en la vida. (…) Ser
Arbeloa es lo que yo quiero para mí y los míos. Centrar, centrar con entusiasmo
y sin dirección, centrar fogosamente, darlo todo sin hacer nada bien. Ser
imprescindible aun siendo prescindible, ser lateral de corto recorrido (…) para
mí es suficiente porque el talento aparece pero el esfuerzo se decide.
También
realiza un análisis sociológico necesario que, que yo sepa, nadie se había
atrevido a verbalizar hasta ahora, 20 años después del suceso: “Nos dolió lo de
Tassotti porque querríamos haber sido Tassotti”. Y es que Agredano es sincero
hasta límites insospechados, llegando incluso a admitir su condición de
aficionado mediocre, cobarde, oportunista:
No es manera, la
mía, de amar a un equipo. No tolero mis colores. Huyo de la tristeza. Como las
palabras que no se hablan porque saben que si se cruzan una palabra se harán
daño, y se abonan al silencio, vagando por la casa mirándose como dos gatos que
no quieren arañarse.
De aquí al
final queda un poco más de la mitad del libro. Muchos pensarán que lo he
destripado, que para qué van a invertir los 8 euros que vale en un librito
SOBRE EL CÓRDOBA, JODER, SOBRE EL CÓRDOBA, si ya tienen aquí varias de sus
mejores frases. Pues se equivocan: hasta aquí, el libro es más que un librito
sobre fútbol bien escrito pero, a partir de este momento, se convierte en una
puta genialidad. En el mejor canto al hombre contemporáneo que he podido leer
en los últimos tiempos (al menos, en prosa y en dura pugna con lo que
encontramos en los poemas más inspirados de Manuel del Barrio Donaire). Es
decir, en un broche perfecto para un libro importante, que nos permite
comprobar que la nota biográfica no exageraba: tal vez hayamos perdido a un
tronista, pero está claro que hemos ganado a un escritor.