Conocí a Juan Ramón Santos hace ahora doce años, cuando él tenía 27 y yo 17 y éramos ambos aspirantes a escritores, aún inéditos, que asistían al taller literario impartido por Gonzalo Hidalgo Bayal en la Universidad Popular de Plasencia. Desde entonces han pasado una docena de años tras los que, mientras que yo sigo siendo un aspirante a escritor aún inédito, Juanra ha publicado cuatro libros de relatos, una novela y, ahora mismito, su primer poemario, Cicerone, editado por la Luna de poniente, la colección de poesía de de la luna libros. Es decir, ha demostrado ser un escritor de verdad, no tanto por cantidad (suficiente) como por calidad (más que sobresaliente).
Para esta incursión en un terreno
inexplorado (o, al menos, con constancia editada de la incursión ya que,
atención, spoiler, tiene otra joya de poemario pendiente de publicación) Santos ha optado por
usar las armas que le ayudaron a salir victorioso en anteriores batallas: léase
el humor, la ironía, la ternura, un elegante cinismo (próximo al decadentismo
menos veneciano) y, especialmente, la metaliteratura: y es que el estilo de
Juanra, cada vez más reconocible, siempre se ha distinguido por jugar con las
cartas de las influencias bocarriba, como hacen los mejores tahúres, magos y
escritores, que no necesitan de añagazas para conseguir que resulte efectivo el
truco.
En este caso, igual que
anteriormente escribió brillantes relatos que eran declarados homenajes a
Pessoa (sobre todo en el más que recomendable Palabras menores, reseñado por servidor aquí) y su ambiciosa novela (Biblia apócrifa de Aracia) debía bastante
a Gonzalo Hidalgo, Cicerone puede entenderse como una réplica a su maestro en
la poesía, San Álvaro Valverde, y, más concretamente, a su poemario Plasencias (reseñado por servidor aquí), que también da lustre al catálogo de la luna de poniente desde hace poco más de un año. Para dejarlo
claro, Juanra le otorga el epígrafe con el que abre su obra (“Habito una ciudad
de la memoria”, única cita del poemario exceptuando una pintada urbana y unas
palabras que, supuestamente, pronunciaran el abuelo, la abuela y un antiguo
profesor del autor, demostrando de esta forma que sabe valerse de influencias, sí, pero sin necesitar
más voces que su propia polifonía) y se impregna de cierto tono sentencioso,
melancólico, crítico y compasivo hacia esta ciudad nuestra.
Y digo "nuestra" porque,
efectivamente, Juan Ramón Santos y yo hemos nacido y vivido en la misma ciudad,
sí, pero, sobre todo, porque hemos habitado (y amado, odiado, sufrido y
añorado) los mismos lugares que él recrea en este deambular callejero y
reflexivo, sin prisa ni pausas o compasión. En resumen, vuelvo a sentirme como al leer (o releer) Plasencias, es decir (me plagio): " Servidor, que solo se siente patriota en algunas
manifestaciones y orgulloso de su tierra al leer algo de Gonzalo Hidalgo, Juan
Ramón Santos o Gabriel y Galán, admite que necesitaba un guía afectivo para su
propia ciudad, ahora reconocida, revalorizada y pronto, seguro, releída. Pero,
más allá de desapegos particulares que a nadie importan, lo vital es la forma
en que (...) hace suya la máxima de John Dewey, “lo local es lo único
universal”, logrando, como ya hicieran anteriormente otros con Murania o Aracia,
levantar un territorio para agrado, no sé si de Dios, pero sí seguro de los
hombres. O, al menos, en este caso, de aquellos que aprecian la buena poesía."
De esta manera, resulta imposible
no sentirse identificado con ese arrebatador inicio
La ciudad es mediana,
todos nos conocemos.
Mujeres que no acaban de ser
guapas
y hombres que hablan de fútbol y
del tiempo
abarrotan sus calles
no demasiado anchas
donde no siempre es fácil
extraviarse.
La ciudad es tranquila,
de ordinario vivimos y morimos
sin hacer aspavientos,
porque el mundo sucede en otra
parte.
A partir de ahí, Santos va
dejando sentencias personales (“Por ellas galopé desaforado/ interminables
noches de diciembre/ con mi hermano y mi primo,/ arreándonos con rítmicas
palmadas/ tras escapar los tres de la justicia”) , localistas (“Nuestro río es
discreto/ apenas el afluente de un afluente,/ un río tan breve y poco
caudaloso/ que no salía en los libros escolares”) y universales (“en este
centenario laberinto/ nada hay más esquivo y engañoso/ que la clara noción de
cercanía (…) Son lances que, al final, hacen que pienses/ que el confuso lugar
en el que habitas/ contiene, aprisionado entre sus muros,/ cifrado en el
trazado de sus calles,/ el insondable mapa de la vida”).
Gracias a esta capacidad de observar y contar con un tono próximo a la confidencia hecha en voz baja, Santos avanza buscando lo
memorable que trascienda la anécdota (aunque ese recuerdo azaroso sea, tantas
veces, un buen punto de partida para la reflexión) y yendo de lo particular a
lo general, para acabar demostrando que este tratado de urbanismo placentino
es, a fin de cuentas, como lo fue Venecias o lo era Plasencias, mucho más que
todo eso (que, desde luego, no era poco): “La ciudad es extraña, y me refiero/
no a esta ciudad concreta/ ni a otra en otra parte,/ sino a la mera idea/ de
vivir entre muros y adoquines”.
Pero, sobre todo, Juanra deja poemas
inmensos, enormes, como “Mal agüero”, “Ciclo vital”, “La plaza de los naranjos”
o “Recreativos”, donde recuerda “la escasa atención/ que, ingratos, le
prestamos/ a muchos personajes secundarios/ que, en su papel allá en segundo
plano/ ayudaron de forma generosa,/ muchas veces, incluso sin saberlo/ a que
hayamos llegado/ a ser quien somos”.
Para no destriparles un libro
que, si no tienen, deberían comprar lo antes posible, solo voy a poner entero
uno. Y, créanme, la elección no ha sido nada fácil en absoluto:
MADUREZ
Con el paso del tiempo te das
cuenta
de que muchas de aquellas
que tanto alguna vez te
deslumbraron
no fueron nunca hermosas,
solo jóvenes,
y de que las mujeres, con los
años,
terminan pareciéndose a sus
madres,
lo mismo que los hombres
se convierten en copias de John
Wayne,
viejos sheriffs de western
decadente,
con pantalones de cintura alta
y un aire permanente de resaca
que arrastran su existencia por
el pueblo,
entre el polvo y matojos
vagabundos,
esperando a que llegue el
forajido
que acierte entre sus ojos el
ansiado
tiro de gracia.
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