viernes, 30 de mayo de 2014

"Gol" (magnífico cuento de fútbol escrito por Rafael Azcona)


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Debía faltar poco más de un minuto para que el árbitro señalara el final de la prórroga, y el 0-0 en el marcador seguía negándole al equipo del viejo Panocha los puntos que necesitaba para ascender automáticamente a primera división. Fue entonces cuando la pelota, despejada de un patadón por alguno de sus compañeros, y como llovida del cielo- nunca mejor dicho, porque estaba diluviando-, vino a caer en el fango que ocultaba las líneas del campo, justo en las cercanías de la que lo partía por la mitad, un territorio en el que Panocha vivaqueaba desde hacía un par de temporadas con el permiso del entrenador: cada vez que obligado por las lesiones o las tarjetas lo levantaba del banquillo, junto a la orden de quitarse el chándal el míster le concedía tácitamente la autorización para quedarse allá arriba: “Salga, Panocha. No le pido que corra, sólo le ruego que no se me siente”, eso le decía aquel cantamañanas convencido de que no existía ninguna diferencia entre la pizarra y el césped y de que los goles los metía él desde la banda con sus mocasines italianos. Pero Panocha no podía negar- al contrario, lo asumía- que si bajaba a defender su puerta luego no tenía resuello para subir a atacar la contraria, y él era- o había sido- eso que se llama un goleador nato.
Todo lo que tengo que hacer- pensó Panocha, ya con el balón en los pies- es levantarlo del barro, levarlo hasta la portería contraria, esperar la salida del portero, dejarlo tirado con un regate, y cuando esos comemierdas de las gradas empiecen a cantar el gol, hacerles un corte de mangas, o mejor, enseñarles los huevos, y echar la pelota fuera con la patada de Charlot.
Miró hacia atrás para calcular sus posibilidades de éxito: aunque los tacos se les quedaran clavados en el lodo, los jugadores rivales- todavía ante la portería del equipo de Panocha, a la que habían acudido para rematar un saque de esquina- no se iban a quedar mirando cómo él avanzaba hacia la de ellos, custodiada únicamente por el portero, y seguro que se alcanzarlo lo zancadillearían sin ningún miramiento. ¿A quién le iba a importar una tarjeta más o menos en el último partido de la temporada y con la prórroga dando las últimas boqueadas? Luego estaban sus propios compañeros, para quienes Panocha era un prescindible suplente sin ninguna autoridad: seguro que habría algún titular dispuesto a echar el bofe por la boca para llegar a su altura y exigirle que le cediera el honor y gloria- con el consiguiente aumento de la ficha- de marcar aquel gol de oro.
Mal nacidos. Pero a mí no me estropean el pasodoble, por la gloria de mi madre, pobrecita, lo que pudo llorar aquella santa cada vez que yo volvía a casa con los zapatos rotos y las canillas llenas de cardenales.
Y allí venían, dos, tres, cuatro y hasta seis de aquellos mal nacidos, inidentificable bajo la capa de barro que ocultaba sus rostros, sus números y hasta el color de sus camisetas, decididos a estropearle el pasodoble. Pero Panocha llevaba en el campo cinco minutos escasos, el entrenador lo había sacado con vistas a la tanda de penaltis- a balón parado prefería la serenidad del veterano a los nervios de los canteranos- y mientras que él conservaba impolutos el pantalón y la camiseta e intactas sus reservas físicas- que no eran muchas, cierto, pero que deberían bastarle para llevar a cabo su proeza-, a los demás les pesaba en las piernas el cansancio acumulado a lo largo de las dos horas de partido, un encuentro que había salido bronco, pródigo en choques físicos, sin otras vías de solución que el patadón y tente tieso.
Venga, Panochita, pica el pelotón, y vamos a ajustarle las cuentas al fútbol y a la vida, que así se las ponían a fernandoséptimo.
Y lo picó, con la puntera de la bota izquierda, que era la buena, saboreando ya su venganza. Qué estupidez degustarla fría, mejor paladearla ardiendo; se iban a enterar de quién era Panocha directivos, entrenadores, jugadores, periodistas, hinchas, aficionados y miserables en general que lohabían utilizado, cada uno para sus propios fines, durante la tira de años que llevaba en el club, primero como promesa sin otra compensación que el placer de jugar, luego como figura esclavizada y mal pagada, al final como artrósico ejemplar, de una especie a extinguir, estafado por los presidentes, humillado por los místeres, ninguneado por los compañeros, despreciado por los críticos, ridiculizado por el público, puteado por su propia mujer. Porque la desgraciada, apenas intuyó el comienzo de su ocaso, se largó a Los Ángeles con un alero de baloncesto a poco de conocerlo en la fiesta que siguió a la concesión de unos premios al juego limpio. Al ferplei, como decían los mamones de la Federación.
Y yo, mientras aquel negro lleno de dientes me la bailaba, y cómo bailaba el tío, con lo alto que era, que la cabeza de Paquita le quedaba a la altura del ombligo cuando la abrazaba para bailar agarrados, y yo allí, en el borde de la pista, bajito y escayolado, con el tendón de Aquiles hecho cisco tras una alevosa patada que me sacudieron por detrás.¡Toma ferplei, Panochita!
El punterazo había desplazado el balón una veintena de metros, y ahora le esperaba fondeado en un enorme charco. Parecía recién salido de una lavandería, y sin embargo, al darle la segunda patada, Panocha- que ya acezaba como un bulldog subiendo unas escaleras- lo sintió más pesado que la primera, cosa verdaderamente extraña, pues en la primera, a pesar de estar rebozado en barro y con laguna pella de césped pegado a sus costuras, lo había encontrado más liviano y manejable que nunca, y en cambio ahora, aunque estaba limpio como una patena, tuvo la impresión de que pesaba lo que una sandía de tres o cuatro kilos. Y la imagen de la sandía le hizo sentir una sed de beduino, una sed que le obligó a levantar la cabeza y, sin dejar de correr, abrir la boca para beberse a tragos la lluvia.
Como si pesa una arroba. La directiva, los accionistas, la marca patrocinadora, el nuevo entrenador y la madre que los parió se van a quedar con las ganas de echarme, que es lo primero que harían de subir a primera, darme la libertad, como ellos dicen. A buenas horas, mangas verdes, la libertad me la debieron dar diez años atrás, cuando marcaba quince goles por temporada y el Madrid se interesó por mí.
Esta vez el esférico- el esférico, eso también lo decían ellos- había recorrido una docena de metros y Panocha lo alcanzó cuando empezaba a oír, todavía lejanos, los gritos del nueve, aquel turco en quien ahora tenía la afición puestas sus esperanzas y complacencias, y al que reconoció por el acento:
- ¡Pasa pelota, pasa pelota!
Estaba apañado: a menos de veinte metros de la puerta enemiga y con el indefenso portero como único obstáculo, Panocha no le haría cedido el balón ni por un carro de azafrán- que según su abuela era lo que más valía en el mundo- ni al iluso turco ni al mismísimo Maradona en la plenitud de sus facultades. Y superando el terrible ahoguío que amenazaba con asfixiarlo, le dio la tercera patada a la puñetera sandía- su peso debía andar ahora por los diez o doce kilos, y su corazón por los doscientos o trescientos latidos por minuto- y reemprendió la carrera convencido de que iba a reventar de un momento a otro.
Tengo que llegar. Porque cuando llegue a la línea de meta y eche fuera el balón, la moral del equipo se va a quedar hecha una braga, los que lancen los penaltis los fallarán todos, y los tíos de la directiva, que cuando ganamos presumen de cargo fumando Montecristos en la televisión, esta noche tendrán que quedarse en sus casas llorando lágrimas de sangre. Que se jodan: eso les pasa por no haberme traspasado al Madrid.
Sólo Panocha sabía todo lo que soñó a cuenta del Madrid y de Madrid; él ya había jugado en el Bernabéu contra el Castilla sin sentirse intimidado por su graderío: la conquista de la ciudad empezaba por exigir en el contrato un chalé en una buena zona residencial y el último modelo de BMW que era un coche que le gustaba mucho; hasta se compró un plano para marcar con un rotulador el itinerario de Majadahonda a Chamartín, y a todo el que iba a la capital del reino le pedía que le trajera La Guía del Ocio para estar al tanto de las cosas. Pero los mangantes de su club lo engañaron: según ellos, un ojeador italiano se había puesto en contacto con el presidente, Panochita no debía precipitarse, la Liga italiana era la mejor del mundo, cómo se iba a perder la dolce vita por ir a los sanisidros, donde estuvieran los espaguetis que se quitara el cocido madrileño, y en cuanto a las tías- que era lo más importante- ¿iba a comparar las españolas con las italianas?
Y así, cuando aquella entrada criminal me dejó sin meniscos ni ligamentos y me pasé un año en rehabilitación, ni dolce vita, ni sanisidros, ni espaguetis, ni cocido madrileño, ni italianas ni pollas en vinagre.
De la cal que marcaba los límites del área enemiga no quedaban rastros, pero Panocha, tras calcular que el balónde había clavado en el barrizal a la altura del ángulo derecho, con una mirada hacia atrás se cercioró de que sus perseguidores no tenían ninguna posibilidad de impedirle llevar a cabo lo que se proponía, y con las manos apoyadas en los muslos y el cuerpo echado hacia adelante dedicó unos segundos a regularizar el resuello; podría haber mandado ya la pelota a la grada de un voleón, pero aquello hubiera sido una chapuza. No, lo bueno era burlar al portero, y ya solo ante los tres palos, cortar en agraz el “¡Goooool!” de la hinchada tirando la bolita fuera en lugar de meterla dentro.
Cabrones. Antes no me dejaban pagar en los bares, y ahora desvían la mirada para no hablarme. Fulanos que entonces me ofrecían a sus hermanas, a sus novias y hasta a sus mujeres, hoy levantan el índice y el meñique para llamarme cornudo a mis espaldas.
Había dejado de llover. La boca le sabía a cuchillo de cocina. Metió la puntera de la bota, siempre la izquierda, bajo la pelota, y la impulsó hacia delante un par de metros para cebar al portero, mientras volvía a oír la voz del turco, que habituado a llamar a todo cristo por su número en su macarrónico italiano, se desgañitaba todavía a la altura de la línea media rival encabezando el tropel de perseguidores:
- ¡Úndichi, úndichi, dami la pelota, puta madre!
Porque, eso sí, las expresiones malsonantes, como decía el presidente del club- un meapilas de mucho cuidado que pretendía hacerles rezar el rosario en las concentraciones- era lo primero que aprendían los extranjeros.
El sombrero le salió perfecto y el portero, en su afán de revolverse, patinó y al perder pie quedó con la cara incrustada en el fango. Panocha, con todo el sosiego que le permitía su disnea, avanzó hacia la puerta contrario acompañado por los rugidos del público, y cuando estuvo a tres metros de la línea de meta se volvió hacia el palco presidencial en particular y hacia la afición en general, extendió el brazo derecho, con la mano izquierda se dio un seco golpe en el bíceps, y empinó el antebrazo contra el cielo; después, con mucha calma, elevó la pelota a l altura de su cadera, y con displicente golpe de tacón la echó fuera justo en el instante en que se le venía encima el montón de gente que había atravesado el campo persiguiéndole:
- ¡Gooooool!
El grito del público pilló al viejo y feliz Panocha de espaldas a la puerta. Cuando de volvió, perplejo, y vio el jodido esférico entre las mallas, ni siquiera pudo descargar su rabia en una blasfemia, porque sus compañeros le cayeron encima para abrazarlo y besuquearlo.
Qué malo eres, Panochita, se dijo, rompiendo a llorar. Pero mientras caía a al suelo, aplastado por aquella masa de carne sudada y gozosa, en las gradas se alzó un himno:
- ¡Panocha, Panocha, Panocha es cojonudo, como Panocha, no hay ninguno!
Y sin dejar de llorar, el viejo Panocha, Panochita, empezó a derretirse en un delicioso deliquio y eyaculó como hacía siglos que no eyaculaba.
 (Rafael Azcona
Publicado por El Pais Semanal, el 20 de julio de 1997)

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