Es un hombre que camina solo por
el barrio. Un martes por la mañana a la hora en que los demás trabajan. Que
mira su teléfono móvil comprobando que funciona correctamente, que tiene
suficiente batería y cobertura. Que todavía puede controlar la situación. Es un
hombre a la espera de noticias, que ha salido de casa porque necesita pensar,
pensar en algo. Su mujer lo mira desde el balcón con el niño en brazos, el
camisón deja entrever los pechos caídos de la maternidad. Pechos una vez de
brillantina, la locura de la sala de fiestas, todos esos hombres y sólo tú, con
tu cara de pájaro. Ven aquí, voy a llevarte lejos de este infierno, tengo
negocios. El mismo hombre que hoy se arrodilla en el cajero automático y que
suplica, perdónanos, Señor, perdónanos.
No había cenado (apenas tal vez un bocado en el tren antes de bajar a la
cantina) y llevaba ya varias horas vagando por la noche y la estación y la
ciudad, de modo que, pese a la angustia y el desamparo, pese al desconcierto y
la zozobra, había llegado ya el momento en que el forastero se resignaba a la
desdicha. (…) Se fue acercando, pues, despacio, siguiendo la llamada del olor y
el apetito, a la luz de la ventana. A través de ella vio una mujer faenando en
el interior. Era un cuarto diminuto, al que se accedía por alguna puerta
interna y aparentemente secreta, pues él no conseguía distinguirla, y con una
ventana cuyo alféizar, duplicado, hacia dentro y hacia fuera, hacia las veces
de mostrador. (…) El forastero se acercó muy lentamente. Contó el dinero que
tenía en el bolsillo, apenas unas monedas, la vuelta del café que había tomado
en la cantina, céntimos, migajas, y sospechó que poco alimento podían darle a
cambio de tan miserable calderilla. Se acercó pese a todo a la ventana y
reclamó la atención de la mujer (…). El forastero colocó sobre el alféizar
interior todo su capital disponible, una auténtica miseria en relieve
desgastado de aluminio. Esto, dijo, lo que entre en esto. La mujer lo miró con
cara de asombro, como preguntándose si no se estaría burlando de ella. Parece
mentira, dijo con retintín, lo mismo tengo para poca masa. Y con la
desenvoltura del oficio por una parte y con las muestras de desagrado que cabe
expresar en movimientos imprecisos y airados por otra, cogió un junco, colocó
dos churros escuálidos en tan largo atadero y se enfrentó a la ventana. Aquí
tiene, dijo con evidente mordacidad. Recogió el dinero con desdén y entregó al
hombre tan minúsculo festín. Entonces lo miró con las manos en jarras, que es
una forma universal de interjección, y, pese a no advertir en el desconocido
ningún signo de miseria, si acaso un asomo de cansancio en el rostro, la huella
de una espera prolongada y sin esperanza, se compadeció de él. Espere, dijo. El
forastero se acercó dudoso. La mujer le quitó el junco con presteza y decisión
y colocó varios churros más en el atadijo. Ande, tome, dijo. Gracias, respondió
el forastero en voz casi inaudible y se alejó lentamente, acongojado, dolorido.
Era la primera vez que alguien le daba una limosna y se compadeció de sí mismo
hasta tal punto que, como si se tratara de un bendito analgésico, sintió en el
alma o en el pensamiento el intenso sabor, amargo y grato, de unas irreflexivas
lágrimas, apenas un atisbo de calidad humedad en las mejillas sucumbiendo a la
propia compasión.
(...)
Al principio, cuando lo vio, la mujer puso cara de sorpresa, tal vez
porque recordaba al hombre que había acudido con unas monedas escasas noches
atrás y veían en lo que se había convertido ahora, magullado, oscuro, herido,
sucio y hambriento. Qué pronto se expanden las huellas del abandono y de la
desolación, qué pronto la sombra extiende las marcas de su cicatriz donde antes
hubo un semblante sereno y una mirada tranquila. Acérquese, dijo la mujer. Y el
interventor se acercó con pasos lentos, miró al interior del garito, no dijo
nada, no pronunció palabra. ¿Qué quiere?, preguntó. El interventor la miró
suplicante, con vergüenza en los ojos. Nada, dijo. ¿Y qué hace aquí?, insistió
la mujer. El interventor bajó los pies al suelo, escarbó con los zapatos en la
tierra, los pies de barro, retrocedió dos pasos. Oler, dijo en voz audible
apenas. ¿No ha comido usted hoy?, preguntó la mujer. El interventor negó con la
cabeza. (…) La mujer se compadeció y, al tiempo que disponía una rueda de churros,
iba relatando una cantinela, desgranando sus propósitos. Seguramente pensó que
no podía alimentarlo cada noche por pura compasión y, sin que el interventor
dijera ni preguntara ni pidiera nada, la mujer le dijo que tenía que recurrir a
quienes estaban para ayudar a los transeúntes, que tenía que presentarse en el
ayuntamiento, donde había un concejal de pobres, de la beneficiencia, o podía
ir a donde los hervacianos, (…) o las hermanitas de la caridad (…). Cuando
terminó con el catálogo de la filantropía, le ofreció una rueda completa de
churros. Pero no se empique, dijo al entregarle el festín. El interventor le dio las gracias y se fue alejando, comiendo con voracidad y haciéndose la promesa de no volver jamás, porque con toda seguridad aquella era una mujer buena y, si él insistía en su mendicidad, antes o después ella tendría que dejar de socorrerlo.