Plasencia
siempre ha sido una ciudad provinciana con ínfulas de una grandeza que, en
realidad, nunca tuvo y, aparentemente, está lejos de poder llegar a tener jamás.
Así, dicen, poco después de su fundación como simple emplazamiento estratégico por
parte de Alfonso VIII, fue “refundada” como “Ciudad Libre” y amparada bajo el ampuloso
lema "Ut placeat Deo et Hominibus" (Para agrado de Dios y de los
hombres). Posteriormente, cuentan, luchó por mantener su realengo, es decir, el
dudoso honor de ser propiedad exclusiva de la Corona (cada cual elige sus
cadenas) y, desde entonces, ha sabido mirar con suficiencia incluso a ciudades
mayores, más bonitas y más prosperas. Pese a todo, o quizás en parte gracias a
ese aire de falso aristócrata arruinado, es un sitio apacible, donde se puede
comer, vivir y beber bien y donde resisten (y, últimamente, están abriendo)
bares que merecen la pena.
Plasencias, por su parte, es un poemario
magníficamente editado por de la luna libros
sobre las andanzas en una ciudad provinciana de un yo poético que pasea,
siente, recuerda y resiste. Y, sobre todo lo anterior, escribe. Su autor es
Álvaro Valverde (Á.V. de aquí en adelante) que, que yo sepa, nunca ha tenido
las ínfulas que su grandeza podría provocarle y cuyo aspecto de aristócrata es,
sin duda, más estético que poético.
“Habito una
ciudad de la memoria./ Me obliga a ello/ la pobre realidad que determina/ la
imagen que refleja”, se disculpa Á.V. en el inicio del primer poema del libro,
“Memoria de Plasencia”, que ya incluyera hace cierto tiempo en A debida distancia y que constituye una
introducción magnífica para los distintos prismas callejeros que determinarán
el libro, esto es, un recorrido errabundo por distintos lugares (de paseo, de
camino al trabajo, en coche y/o recordando) donde se desarrolla “(…) una
existencia/tan común y distinta como todas”. Y ese deambular anodino (“cifra/
de la vida a que aspira quien resiste) se torna universal a través de, por
ejemplo, “Calles secundarias”, “Junto al río” por “Periferias” y “Conventos” y
el lector entiende que el plural de “Puerta del Sol” no es gratuito ni se
refiere solo al poeta y su abuela Feliciana: a fin de cuentas, a todos “Entre
verso y pespunte/ se nos va la existencia”.
Servidor, que
solo se siente patriota en algunas manifestaciones y orgulloso de su tierra al
leer algo de Gonzalo Hidalgo, Juan Ramón Santos o Gabriel y Galán, admite que
necesitaba un guía afectivo para su propia ciudad, ahora reconocida, revalorizada
y pronto, seguro, releída. Pero, más allá de desapegos particulares que a nadie
importan, lo vital es la forma en que Á.V. hace suya la máxima de John Dewey, “lo
local es lo único universal”, logrando, como ya hicieran anteriormente otros con
Murania o Aracia, levantar un territorio para agrado, no sé si de Dios, pero sí
seguro de los hombres. O, al menos, en este caso, de aquellos que aprecian la
buena poesía.
Muito obrigado, Víctor, que diría un placentín. Abrazos, Á, V.
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