lunes, 11 de febrero de 2013

Plasencias y Valverdes




Plasencia siempre ha sido una ciudad provinciana con ínfulas de una grandeza que, en realidad, nunca tuvo y, aparentemente, está lejos de poder llegar a tener jamás. Así, dicen, poco después de su fundación como simple emplazamiento estratégico por parte de Alfonso VIII, fue “refundada” como “Ciudad Libre” y amparada bajo el ampuloso lema "Ut placeat Deo et Hominibus" (Para agrado de Dios y de los hombres). Posteriormente, cuentan, luchó por mantener su realengo, es decir, el dudoso honor de ser propiedad exclusiva de la Corona (cada cual elige sus cadenas) y, desde entonces, ha sabido mirar con suficiencia incluso a ciudades mayores, más bonitas y más prosperas. Pese a todo, o quizás en parte gracias a ese aire de falso aristócrata arruinado, es un sitio apacible, donde se puede comer, vivir y beber bien y donde resisten (y, últimamente, están abriendo) bares que merecen la pena.
Plasencias, por su parte, es un poemario magníficamente editado por de la luna libros sobre las andanzas en una ciudad provinciana de un yo poético que pasea, siente, recuerda y resiste. Y, sobre todo lo anterior, escribe. Su autor es Álvaro Valverde (Á.V. de aquí en adelante) que, que yo sepa, nunca ha tenido las ínfulas que su grandeza podría provocarle y cuyo aspecto de aristócrata es, sin duda, más estético que poético.
“Habito una ciudad de la memoria./ Me obliga a ello/ la pobre realidad que determina/ la imagen que refleja”, se disculpa Á.V. en el inicio del primer poema del libro, “Memoria de Plasencia”, que ya incluyera hace cierto tiempo en A debida distancia y que constituye una introducción magnífica para los distintos prismas callejeros que determinarán el libro, esto es, un recorrido errabundo por distintos lugares (de paseo, de camino al trabajo, en coche y/o recordando) donde se desarrolla “(…) una existencia/tan común y distinta como todas”. Y ese deambular anodino (“cifra/ de la vida a que aspira quien resiste) se torna universal a través de, por ejemplo, “Calles secundarias”, “Junto al río” por “Periferias” y “Conventos” y el lector entiende que el plural de “Puerta del Sol” no es gratuito ni se refiere solo al poeta y su abuela Feliciana: a fin de cuentas, a todos “Entre verso y pespunte/ se nos va la existencia”.
Servidor, que solo se siente patriota en algunas manifestaciones y orgulloso de su tierra al leer algo de Gonzalo Hidalgo, Juan Ramón Santos o Gabriel y Galán, admite que necesitaba un guía afectivo para su propia ciudad, ahora reconocida, revalorizada y pronto, seguro, releída. Pero, más allá de desapegos particulares que a nadie importan, lo vital es la forma en que Á.V. hace suya la máxima de John Dewey, “lo local es lo único universal”, logrando, como ya hicieran anteriormente otros con Murania o Aracia, levantar un territorio para agrado, no sé si de Dios, pero sí seguro de los hombres. O, al menos, en este caso, de aquellos que aprecian la buena poesía.

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