domingo, 4 de diciembre de 2011

"Queremos paro, despilfarro y corrupción": la noche en que creímos en ZP y el boomerang de la ironía.

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El 14 de Marzo de 2004 me sentía nervioso y ajeno, como un espectador. Se celebraban las primeras elecciones generales en las que tenía derecho a voto, pero en realidad ya había votado: me encontraba entonces en mi primer año de universidad y el pragmatismo de evitar tener que volver a casa en fin de semana (que era volver a la rutina y la rigidez de horarios en contraste con el inocente libertinaje y el caos de la vida estudiantil) se impuso al romanticismo de depositar mi primer voto en una urna. Así que me desvirgué democráticamente por correo. Por esta opción postal optaron también la gran mayoría de los alumnos, vírgenes o no, de la residencia universitaria donde residía. Es decir, que para nosotros esas elecciones habían estado condicionadas por la guerra de Irak, el Prestige y el aparente antagonismo entre las figuras de Aznar y Zapatero, pero no por ETA, Al Quaeda, la SER, Rubalcaba ni Acebes. Rajoy, ya saben, entonces no tenía excesiva capacidad de procurarse adeptos ni contrarios y, pese a ser candidato, parecía que la cosa no fuera mucho con él. En fin, más o menos como ahora.

Se ha especulado muchísimo sobre qué resultado habrían tenido esas elecciones de no haberse producido el nauseabundo y trágico atentado terrorista en Madrid tres días antes, y yo no quiero entrar en ese debate. Sí diré que desde el momento en que me despertaron para darme la noticia (que, en ese momento, las once de la mañana del 11 de Marzo fue, concretamente, “ETA se ha cargado a 70 personas en Madrid”) y especialmente cuando el goteo de muertos se fue haciendo más y más doloroso, yo y casi todos los alumnos de mi residencia, vírgenes democráticos o no, dimos por hecho que se iban a aplazar las elecciones. También diré que, aunque es cierto que el PSOE, con una campaña basada en la ilusión, conseguía reducir distancias día a día, casi ninguno dudábamos de que Aznar iba a volver a ganar y a poner a ese hombre de barbas, ajeno y distante, como presidente títere. Al menos, las encuestas a pie de comedor no daban pie a vacilaciones pues, aunque la gran mayoría optara por resguardarse tras las diferentes variantes del “No sabe/no contesta”, los polos, flequillos y las banderitas de España en hebillas y zapatos nos hacían sentir a mí y a unos pocos más (que, al contrario, habíamos exhibido globos y pegatinas con rosas y zetapés más por incordiar que otra cosa) abocados al grupo mixto.
Llegó pues el momento de vivir la jornada electoral que, a falta de mejores referentes, nuestro pequeño retablo a escala de las dos Españas encaró como una jornada de fútbol: formando paulatinamente grupos afines, atentos a las conexiones en los diferentes campos y cruzando los dedos por un resultado favorable, aunque fuera injusto. Había también, por supuesto, alguna salvedad con respecto a la estampa de cada domingo: la mayoría de juicios se trataban de suavizar o disfrazar de objetivos, se buscaba la interacción con el contrario atacando a aquellos a quienes sabíamos que no osaría defender (por ejemplo todos, y digo todos, dábamos por hecho que la de esa noche debía ser la última comparecencia pública de Acebes). También, al menos en principio, parecía muy feo intentar escudarse en la responsabilidad del árbitro en el resultado. Por lo demás, excepto por el envaramiento, la hipocresía o, quiero pensar, la excelente educación de la que hacíamos gala, parecía el típico Atlético-Real Madrid: nosotros aceptábamos que íbamos a perder injustamente y ellos aceptaban el papel de malos de la película sabiendo que nos iban a dar bien para el pelo.

 Sin embargo, según fueron pasando los minutos nuestro papel de directivos de palco se fue aproximando más al de ultras incontrolados: hubo (sí, lo admito, no sin vergüenza) mofas, befas, cánticos (el inefable “¿Dónde están? No se ven/ los niñatos del pepé”), quizá como preliminares para la pérdida definitiva de las formas por parte de un joven que luego sería, y creo que sigue siendo, presidente de las Nuevas Generaciones de un pueblo de Castilla y León. Pero en fin, lo que pasa en el campo ha de quedarse en el campo. A lo que iba, y no quiero desviarme más del objetivo de este artículo es a entonar la parte que me corresponde del mea culpa. Porque yo, lo admito, me puse tan contento la noche que Zapatero ganó las elecciones que salí a celebrarlo. Y, mientras bajo el balcón de la sede del PSOE muchos compañeros de generación le rogaban a voces “No nos falles”, en la Plaza Mayor de Salamanca, muchos otros saltamos, botamos, bebimos y, riéndonos de lo que entonces nos pareció el cuento asustaviejas de un conocido dirigente popular (“si ganan los socialistas tendremos paro, despilfarro y corrupción”), cantamos desafiantes: “Queremos paro, despilfarro y corrupción”. En nombre de cuantos allí nos congregamos, pido perdón: como de todos es sabido, hay que tener cuidado con lo que se desea. No vaya a hacerse realidad.

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Han pasado siete años y medio desde entonces: acabé la carrera universitaria y volví a casa de mis padres. Se impusieron por tanto la rutina y la rigidez de horarios propios de la casa familiar. Con un agravante: me vi abocado al el paro y, dado el desalentador panorama laboral, me sentí obligado a optar por prepararme unas oposiciones. O, lo que es lo mismo, a renunciar definitivamente al inocente libertinaje y el caos de la etapa estudiantil. 
Con el tiempo he perdido el contacto con la gran mayoría de los compañeros de la residencia universitaria, pero sospecho que muchos de ellos forman parte de los cuatro millones de desempleados que ahora mismo tiene España. Por su parte, Ángel Acebes tardó cuatro años en meter la cabeza dentro de un hoyo profundo, pero al menos parece haberse decidido a no volver a sacarla. Nos fuimos de Irak, nadie se acuerda del Prestige y, en cambio, mucha gente quiso ensuciar la memoria de las víctimas del 11-M. Hubo otras elecciones e imagino que muchos vírgenes democráticos volvieron a votar a Zapatero, pero dudo que fueran a celebrarlo emborrachándose a ninguna plaza. Desde luego nadie fue a cantarle “No nos falles” porque hubiera sonado demasiado sarcástico. Ya era tarde. En cambio, el paro, el despilfarro y la corrupción han dejado de ser un cuento asustaviejas y de cantarlo ahora habría que hacerlo a lágrima viva. Mariano Rajoy sigue siendo el candidato del PP y todo indica que ganará las próximas elecciones. De todas maneras sigue pareciendo que la cosa no va mucho con él y su victoria no supondrá una ilusión ni siquiera  para aquel líder de Nuevas Generaciones. 
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Me pregunto qué habrá sido de él. Como también me pregunto qué habrá sido de los funcionarios del ayuntamiento que después de la una de la madrugada se pusieron a retirar el lazo negro del Ayuntamiento, como si el luto hubiera dejado de tener sentido una vez que habían ganado los socialistas. Pero, sobre todo, me pregunto si alguien de verdad va a pedir el voto por correo, o va a tener la ilusión de ir a depositarlo a una urna, para elegir entre un candidato que ha formado parte de un Gobierno que nos ha quitado las ganas de cantar y otro que nunca ha dado ganas de nada a nadie y que no parece que ahora vaya a empezar a darlas. Y que si, ahora que la realidad es nefasta y no nos quedan ilusiones, no sería el momento de volver a las plazas. Todos. Y ya no para reclamar “paro, despilfarro o corrupción”, que de eso ya nos hemos hartado en los últimos ocho años, ni ninguna otra ironía sino algo muy en serio: sino simplemente lo que es nuestro. Democracia real ya.

Víctor Peña Dacosta.
Diciembre de 2011

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