martes, 26 de noviembre de 2024

Los mejores fragmentos de PRESENTES de Paco Cerdá



Los personajes barrocos llegaron a paso lento al panteón de los caídos, donde descansan los muertos recientes de una guerra que ha dejado España como un rasgado lienzo tenebrista. Era el momento de identificar los restos. Y allí, dentro de la caja, estaba José Antonio. Lo que era una vida y luego una idea se iba haciendo mito: transubstanciación franquista. El cadáver fue trasladado de ataúd. Tomaron los extremos de la bandera española que lo envolvía y encima colocaron una bandera de Falange. Sudario final. Cómo no evocar aquella alborada fría. Hoy hace tres años. Su cruz. Amanecía otro 20 de noviembre como hoy, pero de 1936, y el conserje de este cementerio vio llegar a unos milicianos al mando de una ambulancia, un camión y tres coches. Ahí tienes a José Antonio Primo de Rivera y a otros fascistas, le dijo el teniente al mando. Acababan de ser fusilados en el patio de la cárcel de Alicante. Tomás el conserje y un sepulturero los enterraron. Luis y Vicente, tradicionalistas. Ezequiel y Luis, falangistas. Y enterrado con ellos, José Antonio, cadáver 22.450, arrojado a la fosa número 5, fila 9, cuartel 12, a dos metros y medio de profundidad mirando al este, cara al sol, con treinta centímetros de tierra encima de su carne, y arriba, más arriba, una losa de cemento armado para sellar a aquellos fusilados. Tenía treinta y tres años. (...)

Comienza la ceremonia más inverosímil de la Historia contemporánea de España. El mayor culto a un político fallecido en la Europa occidental en lo que va de siglo. Van a ser 467 kilómetros recorridos al paso marcial de la Falange. Un paso, otro, silencio, temblor de cirios y luceros, rumor de hojas secas pisoteadas. Serán once días y diez noches caminando a la intemperie, con el cuerpo del Profeta siempre a hombros, bajo los rigores de este otoño con muerte y hambre enmascaradas de Victoria. Diez noches y once días a pie bajo el frío, la escarcha, el rocío, la lluvia y el viento gélido de la madrugada. Un camino místico, espiritual. Desde la arena fina del Mediterráneo hasta la piedra dura de El Escorial, morada de reyes, sepulcro imperial. Durante el traslado encenderán hogueras nocturnas y entonarán letanías diurnas. Pasarán por trincheras aún abiertas. Los labriegos se asomarán a la vera del camino. Los pueblos se emocionarán al paso del joven mártir y sus santas reliquias. Yo lo vi pasar, yo lo cargué sobre mis hombros, yo dije joseantoniopresente delante de él muerto y redivivo. Yo y Él: lo único que precisa toda fe. Nosotros: lo único que tolera este país herido de odio. Comienza la mayor operación de propaganda, armada con las mejores plumas que han quedado en el país, para asentar el relato de una nueva España. Para que nadie olvide a José Antonio, el hombre que soñaba imperios, prometía la revolución y denostaba el ideal conservador. Para que el pueblo idealice a José Antonio, el candidato al que casi nadie votó medio año antes de ser fusilado. Para que nadie —nadie más que el poder instituido, nadie más que Él, demiurgo del drama, titiritero de marionetas azules— se adueñe, tergiverse y manipule la figura de José Antonio, el pionero del fascismo español, el jefe nacional de la Falange, el enemigo del Frente Popular, el azote de la República, el gran desconocido al que todos van a desconocer. Aquel joven serio, tímido, apasionado, impulsivo, elegante, exigente, recio, orgullosísimo, culto, inteligente, perfeccionista, sarcástico hasta lo hiriente, carismático, seductor, admirado, reverenciado, idolatrado. Mesiánico. Un joven ambicioso con un concepto trágico de la vida: el destino, el sacrificio, la misión. Media España va a convertirse en un teatro. Las luces se han apagado. La función va a comenzar. (...)

Han erigido una cruz de madera en el patio donde fusilaron al Camarada Mártir, justo en el punto donde cayó abatido su cuerpo. Ante ella ora Miguel, también reza Pilar Primo de Rivera, su hermana, la mujer que dirige la Sección Femenina de Falange, caudilla de España, pura ambición. Es la mujer más poderosa del país. Así se siente ella, fuerte. Ahora, frente a la cruz del patio, camisa azul boina roja, Pilar se santigua y sus yemas, al acariciarse el pecho, rozan la enseña falangista bordada en rojo. Ayer. Hoy, José Antonio vive. Pervive. Eso también lo quieren recalcar: Que el Fundador está en el cielo, pero su credo de redención permanece, inquebrantable, en la tierra. (...)

A continuación, centro de todas las miradas, va el féretro, llevado a hombros por doce falangistas. Junto a ellos marchan otros doce camaradas que han de relevarlos. Se harán relevos cada diez kilómetros aproximadamente. Todas las provincias de Falange, las cincuenta de España, tendrán el honor de llevar en andas, sobre sus hombros, el cuerpo de su Fundador. Junto a los doce relevistas preparados, a cada lado, marcha la escolta de doce camaradas armados, con la boca del fusil mirando al suelo y la culata mirando al cielo en señal de duelo. El cortejo es largo, imponente, impregnado de estética falangista, pasión religiosa y nervio militar. Tras el féretro desfila la presidencia, las altas jerarquías de Falange, el Ejército, las banderas, otra escuadra armada, las escuadras de portadores, los cientos de personas que acompañan los restos de José Antonio y, ya al final, alejados de la comitiva, los vehículos de servicio para la logística: ambulancias, camión y muchos coches y camionetas a distancia suficiente para no ensuciar con ruido de motores un traslado que se quiere silencioso. Sin gritos, sin proclamas. La orden es clara: Grave seriedad y sobrio silencio. El que alborota no siente; hace política, y es, por tanto, un farsante más en la desacreditada fauna de murmuradores y revoltosos de la España decadente que es preciso borrar. Eso han mandado. Por eso solo se oye el rumor de las plegarias y el ras ras, ras ras, de las suelas contra el asfalto. Un paso rápido y firme, vibrante y seco, procesional, militar. Un paso, literalmente, detrás de otro, sin avanzar más que esos treinta centímetros de un zapato. Un andar lento, grave, solemne. Majestuoso. Como de legionario romano. Un andar que empequeñece, que deja estático el afuera y aleja toda idea de progreso. Un millón y medio de pasos por delante. Y todo empieza con este primer relevo fuera de Alicante, en el kilómetro diez de la marcha. (...)



Tiene diecinueve años y escribir se ha convertido en un refugio entre tanta penuria. Los piojos, las pulgas a pasto, la plaga de ratas. Los platos con catorce garbanzos. La taza de agua color café con pedazos de pan. El frío del amanecer con dos mantas y periódicos encima. Las derrotas encadenadas desde que cruzaron, andando, Portbou, como medio millón de españoles. Los sollozos nocturnos de nostalgia, cállate ya y deja dormir. El espectáculo impresionante del hambre, con aullidos matutinos. Los gritos de hombres que han soportado una guerra y que, súbitamente, lejos de casa, enloquecen. El dolor impotente de los mutilados. La agonía en la enfermería que precede a la estaca blanca con letrero en un cementerio sin nombre; así ha acabado el pobre Iniesta, con su cara pecosa y alargada, bajo esta tierra desértica, tierra de paso, tierra final para él. El sol arriba, hileras de cruces, un cura y cinco amigos; Pedro Iniesta, repose en paix. El paludismo, la colitis, la anemia. Y la náusea. Esa maldita náusea que provoca el olor. Olemos la mierda y somos olor de mierda. Estamos en el Paraíso de la Mierda. Nos falta saliva para escupir el asco, escribe Lalio. Así empezaron estos nueve meses de confinamiento. En la playa de Argelès-sur-Mer se amontonaban los cadáveres de españoles muertos por tifus. Se infectaban por el agua extraída de un mar alimentado con sus propias heces. Bebían lo que cagaban y morían por ello: eso es 1939. (...)
La mierda fue el principio. Ahí sigue. Pero ellos intentan que no se note. Carmona susurra sus canciones flamencas. Miguel toca tangos en el acordeón. Alguien pinta en la calva de Aurelio, con carboncillo negro, el sueño caduco del nopasarán. Otro despliega cada domingo la bandera republicana de su batallón y grita, solemne, Primero muerto que arriarla. El 14 de abril chillaron un vivalarepública que sonaba a vivalavida, a resistencia y a esperanza. El Primero de Mayo, rodeados de alambradas, los anarquistas cantaron Hijo del pueblo, te oprimen cadenas; los comunistas replicaban Arriba los pobres del mundo, en pie los esclavos sin pan. El 14 de julio cantaron todos juntos La marsellesa. Y el 19 de julio, día oscuro de recuerdos, después de un toque largo y lento de corneta, el campo guardó un minuto de silencio. Porque las noticias siguen llegando de España. Cuenta Jordi —escribe Lalio en su diario— que las cárceles de España están llenas de gente y que la represión es más brutal que nunca. El paseo y el fusilamiento imperan en todo lo que se llama zona liberada. ¿Es posible que el odio siga arruinando a España? No entendemos, no lo entenderemos nunca, cómo después de una victoria que ha costado tres años de destrucción y muerte los triunfadores se empeñan en acumular venganzas. (...)


Ahora, escribe Lalio, es ya una correspondencia amorosa, como si ambos necesitáramos de ella. Idealizamos esta relación con esa capacidad de ilusión sentimental que atiza la distancia y vive dentro de nosotros como una potencia secreta. El amor por carta es más intenso, porque estimula la imaginación en un vuelo que no tiene límites. Adivinar su voz, su andar, su mirar: son incógnitas que multiplican la sensibilidad amorosa. La amo y quisiera romper todas las barreras que nos separan para estar juntos, navegando hacia la aurora del ideal amoroso. En él vivo; desde él sueño. Igual que el pobre Iniesta fantaseaba con fugarse del campo, Silvia y Lalio fantasean con verse en los Campos Elíseos y pasear de la mano los adoquines de París. Sin embargo, están en los campos del cautiverio, los campos de concentración. Lalio ya ha pasado por tres. Primero Argelès. Luego Bacarès. Ahora este de Saint-Cyprien. Lleva siete meses encerrado. Las horas de espera consumen, escribe en su diario. La miseria aplasta. Nadie pensó que la permanencia en los campos de concentración se alargaría tanto. Vivo un destino que me ha sido impuesto y con respecto al cual sólo puedo manejar un arma, la de la esperanza, anota. A veces, esa esperanza reviste la forma de una figura alargada, un espectro. Lo ha descubierto gracias a aquel miliciano extremeño con el que se cruzó en Port-Vendres. A cambio de una cajetilla de tabaco le ofreció ese libro que le está transformando por dentro. No para de leerlo y releerlo. Hoy, en este lunes casi invernal de viento frío y mar picado, dentro de la barraca de Saint-Cyprien, bajo la luz del candil, Eulalio Ferrer, para todos Lalio, escribe: Don Quijote. Sueño con él y me hace soñar. Es un personaje familiar al que creo saludar frecuentemente, de uno a otro campo, de una a otra alambrada. Baja del mito para ser un personaje que vive a nuestro lado, que nos acompaña en el drama de la subsistencia frente al ideal. Como don Quijote, no se puede ser hombre de ideales sin un ánimo invencible. (...)




Dice Camus que un hombre rebelde es aquel que dice no. Pero negar no es renunciar: es también un hombre que dice sí desde su primer movimiento. Eso hizo Archibald. Como capitán de la marina mercante inglesa ha comandado barcos que comerciaban con la España republicana. El último viaje, a finales de marzo, fue especial. Recibió instrucciones de sus armadores para dejar Marsella y llegar a Alicante: tenía que embarcar un cargamento. Un barco destructor del bando nacional le ordenó en alta mar que no entrara en Alicante. Archibald dijo no. Y continuó. Así llegó al puerto, y al cabo de unos días sin obtener la carga recibió un telegrama de sus armadores: tenía que zarpar inmediatamente y no subir refugiados a bordo. Archibald miró el muelle. Allí estaba la desbandada final. Miles de fugitivos de todos los rincones de España, con la esperanza de salvar la vida ante la capitulación definitiva. Ya era de noche. Y ahí estaban sus siluetas: hombres, mujeres, niños, recién nacidos en brazos, un anciano de setenta y ocho años llamado Primitivo, un centenar de mutilados y heridos de guerra evacuados a toda prisa de los hospitales, soldados llegados directamente del frente, andrajos humanos vestidos de dignidad, gente con fardos, bolsas, líos, grandes pañuelos, maletas, y muchos gritos, llantos, sofocos, la declinación entera de la desesperación, las caras del hambre, el miedo tamizado por el agotamiento, la derrota arrastrada en las suelas, el hundimiento moral, la pobreza andante, déjennos subir, por favor: la estampa final de una guerra. Archibald tenía una orden. Archibald dijo no. Y Archibald dijo sí. Empezaron a subir los espectros. Primero de una forma ordenada, mostrando los pasaportes, pasen, muchas gracias. Luego, en forma de una masa que subía en estampida, que iba abarrotando la cubierta del buque, que veía su vida salvada en ese barco. Subieron médicos, periodistas, escritores, industriales, arquitectos, ingenieros, comerciantes, agricultores, soldados, obreros, empleados de todo tipo, clases populares, diputados, jueces, gobernadores, alcaldes, comisarios políticos, dirigentes republicanos, socialistas, comunistas, cenetistas, faístas, nacionalistas vascos y hombres a montones como Amado, Amado de Burriana, rostro picassiano y orejas de soplillo, viejo legionario, enlace antifascista, voluntario del Ejército Popular, comandante de la 49 Brigada Mixta: Amado, algún día Amado Granell. (...)

El puerto estaba oscuro por completo. Madrid había caído esa mañana. A la Valencia republicana le quedaban pocas horas. Alicante era el último palmo de tierra con tricolor izada. Y sobre las diez y media de la noche de aquel 28 de marzo, el mercante inglés a las órdenes del capitán Dickson soltó amarras y se hizo a la mar. (...)


Nuestro, vuestro. Todas las conjugaciones del odio, trincheras verbales, se formulan al paso de un cadáver glorificado que es también símbolo de victoria, de resurrección de la patria, de inmortalidad. Porque José Antonio va muerto, pero está Presente. Y no siempre fue así. Hubo un tiempo en que fue el Ausente: un misterio inaccesible a la razón, un vacío metafísico donde fermentó el mito. Sucedió después de su fusilamiento. Su muerte fue ocultada durante dos años en la zona nacional para no desmoralizar, para no dividir, para no desalentar a los voluntarios que se alistaban al Movimiento. Entonces, José Antonio se convirtió en un espectro. Los rumores se desataron. Se hablaba de un falso fusilamiento. Alguien decía que lo había visto. Aparecían cartas presuntamente firmadas por José Antonio. Circulaba entre las élites que José Antonio había sido enviado a Moscú y castrado. Otros mantenían intacta la fe de que siguiera vivo. Cuando vuelva José Antonio, decían. Cuando vuelva José Antonio, insistían. Dónde fuiste, José Antonio, que te busco y no te encuentro. Todas las noches rezando con los rosarios del sueño, les pregunto a las estrellas si estás vivo o si estás muerto, declamaban en verso. Había esperanza en su regreso. Esperanza en la esperanza, tal vez la peor desesperanza. Entonces, el escritor Agustín de Foxá, siempre ocurrente, siempre joseantoniano, inventó el término: el Ausente. Así lo llamarían los falangistas. Pasó el final del 36 y la guerra se enquistaba. El Ausente. Pasó todo el 37 y la guerra se estancaba. El Ausente. Pasó la mitad del 38 y la guerra no devolvía al Ausente. Su imagen idealizada comenzó a extenderse. La de ese rostro quieto, extático, en cierto modo ausente de la Historia. Una esfinge fuera de todo tiempo y lugar, hipnótica, indescifrable. Presente en los escaparates de las tiendas, en las librerías, en los periódicos, en los carteles de propaganda, en los primeros opúsculos hagiográficos. Ese rostro juvenil, grave, noble y humano permanecía en el limbo. Cuando vuelva José Antonio, suspiraban los camisas viejas mientras la guerra se estancaba y los caídos caían y los que no caían mataban. Y José Antonio volvió. (...)

Lo hizo a los dos años, bajo la forma aséptica de un decreto. En Burgos, a dieciséis de noviembre de mil novecientos treinta y ocho, III Año Triunfal. Decreto del Caudillo: El 19 de noviembre de 1936 fue asesinado, en Alicante, José Antonio Primo de Rivera. El Estado Español, que surge de la guerra y de la Revolución Nacional por él anunciada, toma sobre sí, como doloroso honor, la tarea de conmemorar su muerte. El ejemplo de su vida, decisivamente consagrada a que fuese posible la grandeza de España por la honda y firme comunidad de todos los españoles, y el ejemplo de su muerte, serenamente ofrecida a Dios por la Patria, le convierten en héroe nacional y símbolo del sacrificio de la juventud de nuestros tiempos. Su llamamiento a esta juventud española, cuya alma partida supo ver con dolorosa pasión, será 
motivo de perenne recuerdo para la que heroicamente combate en los campos de batalla. (...)

Decía Eugenio Montes: Fue José Antonio Primo de Rivera el índice que puso en marcha la rueda de la nueva Historia de España. Decía Agustín de Foxá: José Antonio fue el primer político español que afirmó que a los países los hacían los poetas. Él saturó de poesía su doctrina, y sus luceros, sus rosas, entrañas, sangre y vida hicieron que la política se convirtiera en Historia. Decía el conde de Mayalde: Nuestro camarada salió para una empresa de la que no se vuelve. Sabía lo que valía la sangre de cada uno de los suyos, y su postrera oración desde la tierra fue para pedir a Dios que su sangre fuera la última que se vertiera en la contienda. Decía Julián Pemartín: Con su palabra nos ensenó que la vida es milicia y hay que vivirla en perpetuo servicio; que nadie es más libre que quien renunció a una parte de su libertad; que sólo alcanza la completa libertad el que se aviene a formas disciplinadas en el cumplimiento de una gran empresa. Decía José Antonio Giménez-Arnau: El más grande espíritu que hace tres siglos conociera España continúa vivo y operante. Y así ha de continuar por siglos, llenando páginas gloriosas de nuestra Historia y ganando las mejores batallas, como Rodrigo Díaz después de la muerte de su cuerpo. Y por encima de todos ellos, siempre excesivo, hiperbólicamente mayestático, oportunista, un ojo en el papel y otro en la puerta que debe entreabrir, se puede, mi general, mi Caudillo, generalísimo, decía Ernesto Giménez Caballero, alias Gecé, que José Antonio ascendió, por la voluntad y las oraciones de todo un pueblo, a la diestra de Dios Padre Todopoderoso. Ascendió beatificado por la gratitud de todo un pueblo conmovido hasta las entrañas por su martirio de héroe nacional. Ascendió a presidir ese día la Falange española de todos los Caídos. Que es hoy la suprema Falange de España: la inmortal. (...)



Sois las mulas de la nueva España, les ha dicho. Ya hay noventa mil mulas en la nueva España. Las mulas construyen puentes, carreteras, aeródromos, vías férreas, canalizaciones de agua. Lo que haga falta. Lo que ordene a las mulas la nueva España. (...)
Para que el miedo secuestrara su voluntad. Hasta mearse encima, si hace falta. Para eso están aquí. Lo dice el librito de sesenta páginas, impreso en Burgos, que este mes ha editado la nueva España. Es el Reglamento provisional para el régimen interior de los Batallones de Trabajadores. Sus páginas manifiestan qué han de hacer las mulas de la nueva España. Primero, ser útiles al país. Segundo, compensar la carga que acarrea su sustento. Tercero, contribuir a la reparación de los danos y destrozos perpetrados por las hordas marxistas. Y cuarto, disponerse a una rehabilitación moral, patriótica y social. Y hay una mano anónima que fantasea con la conversión total de estos rojos con la T en la cabeza. Por eso insta en el reglamento a que canten los himnos oficiales, den los vítores reglamentarios y rindan honores a la bandera nacional con una solemnidad que nunca decaiga. Y se les hablará de cuando España era respetada como Cartago y Roma. Y del valladar que opuso a la opresión mahometana. Y de cómo España salvó la civilización occidental y triunfó en Lepanto. Y de cómo abatió el orgullo de Napoleón y derrumbó su imperio. Y se les hará observar cómo en estas luchas fabulosas, casi imposibles de sostener por otro pueblo que no sea el español, se venció gracias a que nuestros combatientes han sido siempre inflamados y sostenidos por dos ideales totalmente fundidos: Cruz y Patria. (...)

Y todo eso se hará, dice el reglamento, para combatir y desarraigar en los prisioneros sus errores y sentimientos de desafección a España, en su Grandeza y Unidad, a causa de sus ideas de internacionalismo marxista o anarquista y las disgregantes de los odiosos separatismos internos. Todo eso se hará para corregir esa aberración suya de sentir pena y vergüenza de llamarse españoles. (...)


Los dedos fuertes en el brazo. El coche. El acelerador. Demasiado acelerador. Lavapiés, Recoletos, Cibeles, pero no Alcalá. Y entonces la alarma. Ese no es el camino de la Dirección General de Seguridad. Y entonces la pistola. El culatazo en la cabeza. Espera, todavía no. Y esa amenaza: todavía no. El qué. Eso no lo sabe. Los Altos de la Castellana. La llave de contacto. Silencio. Oscuro. Luces de chalets lejanos. Solo eso: el paisaje del terror. Y el primer empujón. Al suelo. Por qué. Por marica y por rojo. El revólver en el pómulo. Dame la máquina. Qué máquina. Los brazos sujetados. Como si fuera un santo cristo. Y la máquina desbrozando el pelo. Arrancando la brillantina a tirones. Con brusquedad. El cuero cabelludo ensangrentado. Los gritos. Cobardes. Otro golpe con pistola. El frasco de vidrio en la boca. Toma, bebe. Puaj. No lo escupas, maricón. Aceite de ricino y vaselina líquida. Bebe hasta la última gota. Que no. Y la hostia en la cara. Dos dientes rotos. Sangre. El labio roto. Sangre. Por la nariz también sangre. La pistola en el estómago. Tómalo todo o disparo. El fantasma de Federico, aquel Federico al que una noche conoció y dio la mano delicada, delicada como la suya, y que de un paseo sonámbulo como este ya no regresó, verde viento verdes ramas, verde carne pelo verde, y los ojos de fría plata. Golpe. Empujón. La cara en el suelo. La tierra áspera. La sangre negra con sabor a hierro. Un raro gusto de hiel. Los pasos que se alejan. La llave de contacto. El rugido del motor. Silencio. Oscuro. Dolor y miedo y dolor en espiral. La humillación. Por marica y por rojo. Y hoy, otra vez, Miguel de Molina canta y baila en el Pavón. Atrás va quedando el miedo, pero queda. Es viscoso, el miedo. Pringa. Deja cerco. A veces es como el estribillo de un cuplé: se te incrusta en la cabeza, te tiene él a ti, no te suelta. (...)


En verdad puede decirse que nunca en la Historia ha sucedido nada semejante. Jamás, dice, insiste, y lo recalca para que se inscriba en el cerebro de los adictos y de los enemigos, la tierra ha contemplado un espectáculo parecido. Una vez sí. Fue en 1506. Y por eso la llamaron Loca. La reina de Castilla, veintisiete años, amor constante más allá de la muerte y del maltrato, por qué me encierras en el cuarto, por qué te acuestas con otras, por qué destierras a mi padre, y es el porqué lo que enloquece, organizó con el cadáver de su marido un cortejo fúnebre por los páramos de Castilla. No habían pasado tres meses de la muerte repentina de Felipe el Hermoso. Al rey lo habían embalsamado, su corazón había sido enviado a Flandes para que reposara en el sepulcro de su madre, y el cuerpo del monarca había sido enterrado en la cartuja de Miraflores, Burgos. Allí se presentó Juana de Castilla, la joven viuda, y ordenó su exhumación. Majestad, no conviene. Señora, es pecado. Pero Juana lo ordenó. Levantó el cadáver de su esposo y se dispuso a cumplir su voluntad, desatendida, de ser inhumado en Granada. El cadáver embalsamado fue colocado dentro de una caja de plomo, protegida por otra de madera y recubierta con regio ornato de seda y oro. El carruaje lo tiraban cuatro caballos traídos de Frisia; animales grandes, negros, fuertes, majestuosos en el trote, de largas y espesas crines, una raza milenaria para un cortejo histórico. Así comenzó aquel peregrinar lúgubre en el crudo invierno castellano, donde una reina, o mejor una pobre viuda veinteañera, abatida por la desventura, con el ceño fruncido, meditabunda día y noche, sin apenas hablar y con tantos porqués en la cabeza, legó una estampa para la Historia. (...)

Cuatrocientos años después, Dionisio Ridruejo ha tenido la idea. Es menudo, delgado, rápido de movimientos, la cara huesuda, el pelo oscuro repeinado hacia atrás. Es, sobre todo, astuto y muy inteligente. Viste la camisa azul desde los primeros tiempos de Falange, año 33, y es el jefe de Propaganda de la nueva España. Hace dos años estuvo en Berlín con Hitler. El año pasado hizo un viaje a Roma y acordó cooperar con la Italia de Mussolini. Quiere algo parecido para España. Un carácter revolucionario, de rebeldía insatisfecha. Un espíritu juvenil donde se unan la poesía, la intelectualidad y la grandeza imperial. Por eso quedó cautivo de José Antonio. De su ímpetu y de su espiritualidad; de ese romanticismo, casi un idealismo quijotesco, que José Antonio sentía y al mismo tiempo aborrecía. Y eso a Dionisio lo fascinó. Sigue soñando con esa España moderna, totalitaria, revolucionaria. El viejo sueño falangista. Por eso, en la reunión de la Junta Política de Falange del 9 de noviembre, el viejo camisa azul defendió la propuesta: trasladar los restos de José Antonio, a hombros de sus camaradas de Falange, desde el cementerio de Alicante hasta la basílica de El Escorial. (...)

José Antonio ya era Jefe Nacional. Comenzaba el tiempo del suprematismo ideológico: cuadrado azul mahón sobre fondo azul mahón. Malevich, Lissitzky y José Antonio. Tratando desesperadamente de liberar la política del lastre del mundo representativo, buscó refugio en la forma del yugo y la flecha. Nada más. Eso los fascinó a todos. Lo radical. Lo puro. Lo nuevo. Y él, arriba. Arriba de todos, más vertical cada día. Un camarada le escribía: Te sobra llaneza, bondad y simpatía. Debes establecer distancia entre tú y todos los demás. Nada de familiaridades: la teatralidad es necesaria. Que a tu despacho no entre sino quien tú llames, y que se te vea siempre por encima de la masa y de los demás escalones de mando. Muéstrate autoritario, terminantemente autoritario. Quien no pueda resistir esto no es fascista ni merece serlo, le escribía. Él lo resistía. Le gustaban las formas del fascismo. Y todos le rendían pleitesía. Lo adoraban. Lo adulaban. La palabra bien modulada. El verbo preciso. Una voz de corno suavísimo. Una inteligencia casi celestial. Su ansia de horizontes en la mirada. Será como César. No, será más bien como Augusto. Qué bien te sienta ese traje. Y la corbata. Gran discurso. Excelente artículo. Buena idea. Y cada vez era mayor el servilismo, la genuflexión intelectual de su corte. Esa corte de prosa barroca, de estilo arcaizante, estaba magnetizada por su presencia, por su liderazgo innato, por su carácter fuerte, tajante, seco castellano. Por su ascetismo poético. Por sus modos castrenses. Fascinación, enamoramiento, electromagnética neuronal; tal vez un casto homoerotismo. Crecía la lisonja por ganarse el puesto más cercano al Jefe. Por ser uno de los que elegía el Jefe para subirse al coche e ir a comer. Por ser uno de los que escogía el Jefe para dar un paseo por la Castellana de regreso a casa. Algunos —muy pocos— se hartaron. Denunciaron la farsa del señorito, tercer marqués de Estella, que quería pasar por proletario. Cargaron contra el liberal que se veía perdido y quiso vestirse de pronto y capciosamente a lo fascista, con una camisa que no le tapaba los faldones del frac parlamentario. Sin embargo, el Jefe resistió. Su corte lo arropaba. Hoy lo lleva a hombros. La fascinación se ha extendido; la adulación, magnificado. Profeta de Dios, Apóstol de la verdad, Príncipe de la juventud, Vencedor de la muerte, Héroe del Imperio soñado, Apóstol nacional, Profeta de la redención española, Inmortal Caído. Todo discurre como soñaba Ridruejo: con estética guerrera, desnudez poética, mística triunfal. Pero detrás hay una sombra. (...)

Él ha escrito crónicas de guerra bajo el zumbido de los aeroplanos y atravesado las líneas enemigas dentro de un tanque donde rebotaban las balas. Sabe que su oficio es buscar emociones, pulsar la vida, sentirla. Pero conste que no lo hago con alegría, dice. Me duele que el periodista tenga que caminar por campos enlodados, por sendas de sangre, destrozándose el corazón. Por eso no presume de valiente. No hay nadie que no tenga miedo. Eso dice. En un cuaderno, a bordo del Massilia, escribe: He pasado en la guerra momentos de terrible pánico, hasta creer que las sienes iban a estallar. Pero el miedo tiene disfraces: unas veces es la serenidad, otras la conciencia de que el peligro no es inminente, otras el humor, una carcajada nacida de una lágrima. Y yo escribo así el reportaje, buscando a veces el perfil cómico de lo trágico. Y algo de cómica tuvo su fuga de España. Al caer Madrid, Constantino se disfrazó de requeté. Con un pasaporte falso pasó a La Coruña, y de ahí a Portugal, refugio seguro, donde lo esperaba el subdirector de La Nación. Tras descansar unos días en París se ha embarcado en el Massilia. En tierra le mordían los presentimientos. En el mar le fustiga la melancolía. Va comprendiendo que siempre, en suelo firme o entre olas, será un perseguido por el pasado o por la amargura del futuro incierto: sin reposo, sin calma, sin dejar de ver sangre, sin dejar de ver dolor. Es su palabra serena. Tras una larga navegación, el Massilia atracó en Buenos Aires hace dos semanas. Ya han llegado. Constantino se prepara para una vida de periodista en la redacción central de La Nación. Encarna se sienta a escribir una carta. Teclea en la máquina la fecha: Buenos Aires, 22 de noviembre de 1939. Queridísimos hijos, dos puntos. Ya estamos un poco inquietos sin noticias vuestras. (...)



—Se informa en Estados Unidos —le dije— que ustedes están haciendo una depuración aquí en la Biblioteca Nacional. ¿Puede decirme algo sobre esto? En particular, quisiera saber si están sacando de la Biblioteca libros y trabajos publicados durante la República. 
—Sí, claro —respondió—. Estamos haciendo una depuración. Estamos sacando libros que han hecho daño al país. A continuación enfatizó que debían ser eliminados los «libros malos, libros falsos» que habían sido responsables de gran parte de los crímenes y horrores que había sufrido la Patria. 
—¿Y qué están haciendo con esos libros? —le pregunté. 
A esto respondió: 
—Por el momento no sabemos exactamente qué haremos con ellos. Luego le pregunté si esos libros iban a ser quemados o destruidos. Con énfasis, me respondió que no habría destrucción de libros en las bibliotecas españolas. 
—Nosotros —afirmó—, que dedicamos nuestra vida a conservar y a coleccionar libros, no los destruimos. Porque debe darse cuenta de que los libros que hoy son malos pueden seguir siendo útiles mañana. En el futuro, los estudiosos estarán interesados en saber que personas como los republicanos han existido. Que personas como los republicanos han existido. Esa frase. El memorando continúa. Habla de que España va a elaborar un índice de libros prohibidos. La embajada americana no lo explica, pero ya circulan prohibiciones explícitas de libros en el país. Los libros son un peligro. Siempre lo han sido. Ahora más. (...)
Cuatro siglos antes, el Santo Oficio había purgado en el fuego o en el infierno los textos de Erasmo de Róterdam, los ensayos de Lluís Vives, la vida del Lazarillo, las pasiones de la Celestina, el teatro anticlerical de Bartolomé Torres Naharro y otros dos mil libros más. La Inquisición lo hacía á fin de quitar a los católicos las ocasiones que el demonio y sus ministros ofrecen con libros, tratados y escritos, que son los maestros que á todas horas enseñan y persuaden sus errores. El Santo Oficio azul es más directo. Dice: Para edificar la España Una, Grande y Libre condenamos al fuego los libros separatistas, los liberales, los marxistas, los de la leyenda negra, los anticatólicos, los del romanticismo enfermizo, los pesimistas, los pornográficos, los de un modernismo extravagante, los cursis, los cobardes, los seudocientíficos, los textos malos y los periódicos chabacanos, e incluimos en nuestro índice a Sabino Arana, Juan Jacobo Rousseau, Carlos Marx, Voltaire, Lamartine, Máximo Gorki, Remarque, Freud y al Heraldo de Madrid. Se persigue así La república de Platón, aunque nada tuviera que ver con el 14 de abril ni con iglesias, o quizá algo sí con cavernas y mitos. A Caperucita Roja se la torna Caperucita Encarnada, roja nunca. Se incinera la Enciclopedia de la carne, aunque sea un libro de gastronomía. Y se persigue todo aquello que levante sospechas. La rebelión de las masas de Ortega. La poesía de Antonio Machado y de Miguel Hernández. Los pazos de Ulloa de Pardo Bazán y las novelas de Blasco Ibáñez. Los pensamientos sombríos que agobian a Raskólnikov. Esa frase de Victor Hugo, tan de posguerra: Solo se puede contener una cierta cantidad de desesperación. Cuando la esponja está empapada, el mar puede pasar sobre ella sin hacer penetrar una lágrima más. La depuración de libros avanza. Durante toda la guerra, y una vez acabada, ha habido quemas de libros. Auténticos bibliocaustos. Aquelarres de ira donde el fuego ha querido borrar ideas, silenciar herejes; secar el veneno. Solo en Barcelona dicen que se han destruido setenta y dos toneladas de libros procedentes de editoriales, librerías y bibliotecas públicas y privadas. Y ahora, como transmite a Washington la embajada americana, las bibliotecas van llenando sus infiernos. Se retiran las almas muertas por las que Gógol viaja a través de Rusia. O los artículos críticos de Larra. O las penas del joven Werther. O la educación sentimental de otro joven, Frédéric Moreau. O el triángulo amoroso tras la celosía de Vetusta. O aquel retrato al óleo donde Oscar Wilde reflexiona sobre el narcisismo megalómano. O la comedia humana infectada de dinero que cuestiona Balzac. O el burro pequeño, peludo y suave de Juan Ramón. O la Celestina, otra vez la Celestina —siempre peligrosa la Celestina—, con esa frase de Fernando de Rojas, tan de posguerra también: No es vencido sino el que se cree serlo. (...)

PRESENTES.
PACO CERDÁ.
ALFAGUARA, 2024.