domingo, 17 de marzo de 2024

LOS ESCORPIONES (Sara Barquinero)





Javier sigue sin dar señales de vida. Ya han pasado dos días desde que no se presentó a la cita, y cada minuto es una tortura que me recuerda que tal vez no merezca la pena seguir esperando. Última conexión: las 10.29 del miércoles, y ya es viernes. ¿Le habrá sucedido algo? Es raro desaparecer de internet durante más de dos días. ¿Está evitándome? ¿Me intuye, ansiosa y loca, revisando su perfil una y otra vez? Mi mente oscila entre ambas ideas varias veces por minuto: me detesta, decidió no quedar conmigo porque nunca le gusté demasiado, quizá ahora mismo está tan ocupado con otra cita que ni tiene tiempo para mirar su teléfono. O todo lo contrario: ha debido de sucederle algo, y grave. Tantas horas gastadas los últimos meses, tantos secretos, la costumbre ya instaurada de llamarnos cada madrugada. Y era él quien lo hacía, casi todas las noches, o daba una buena excusa. No puede ser en vano. No puede desaparecer. Reviso por aburrimiento las capturas de su cuenta de la app de citas, la frase de Leonard Cohen como descripción del perfil y esa foto en la que sale tan guapo, fumando en un paisaje de niebla. (...)

No me contestó. Insistí el lunes, tras quince minutos observando una pantalla sin novedades: «Entonces, ¿nos vemos el miércoles?». Un mensaje de él, lacónico, cinco horas más tarde: «Sí, sí». No me atreví a preguntar más. En mi cabeza desfilaban todos los mitos literarios y televisivos de mujeres pertinaces y demasiado deseosas de afecto. Además, por fin me había propuesto quedar. Nunca había tardado tanto con alguien de Tinder. Eso me mantuvo más o menos calmada: quizá no me escribía tanto porque íbamos a vernos. Solo me planté el miércoles a las seis y media en el café que había elegido. Dos horas bebiendo a solas, sin esperanza a partir de las siete. No vino. Y desde entonces hasta hoy. Son las 10.29. Último mensaje leído el lunes a las 16.40. Cinco minutos mirando esos números. Cinco minutos y, de repente, «En línea». Contengo la respiración, uno, dos, tres. Sigue ahí. Lo imagino revisando su teléfono en esa playa a contraluz. No dice nada. ¿Le da vergüenza lo que me ha hecho? No escribe. Empiezo a hacerlo yo. Borro. ¿Habrá visto que le estaba escribiendo o tendrá demasiados chats por encima del mío? (...)

¿Por qué no quedábamos si hablábamos a diario y vivíamos en la misma ciudad? Yo también me lo había preguntado, pero era cómodo. El chat era sencillo y no me sentía preparada para conocer a alguien tan rápido. (...)

Me trago un orfidal. Últimamente necesito uno para dormir, en ocasiones dos; hoy no habrá cantidad suficiente de orfidal que me permita hacerlo. Me tumbo en la cama, aún con la ventana abierta y la vista posada en las sábanas que se agitan por las corrientes del aire. Esta es la señal, Sara: ya vale de encerrarse, de huir, de hablar con desconocidos por internet sin atreverte a quedar con ellos. Si querías un signo, aquí lo tienes. Igualito al poema ese de Rilke: mañana todo cambiará, debe hacerlo, debes cambiar tu vida. Pero a mí no me lo dice un torso griego, sino una sábana sucia en una fachada aún peor. (...)

Después, intenta que volvamos a su corto, me pregunta por ese chico del máster que quiso acostarse conmigo. Quiere distraerme, pero no funciona: ¿qué importancia pueden tener un premio regional de cortos o un burdo ligoteo comparados con la violencia de la muerte? ¿Por qué la gente se empeña en hablar cuando no se puede abordar lo único importante? Ah, tu amante se ha suicidado, o te ha dejado, lo que sea, en cualquier caso ya no existe para ti: tendrás que buscarte a otro. Toca entretenerse, como toca entretenerse cada vez que algo desgarra lo cotidiano. No pienso participar. El psiquiatra diría que esto es un retroceso: mi negativa a superar el dolor es la causa principal del dolor, y no otra cosa. Diego me toca el hombro. Debo de tener mala cara. (...)


Esa noche sueño con Javier, pero en el sueño no tiene la misma sonrisa que en las fotografías. Está vestido con una americana negra y una camisa de color crudo y se enciende un cigarro en una terraza con vistas de Madrid, como si en lugar de trabajar en un edificio cualquiera su oficina estuviese en lo alto de la Torre Picasso. Me sonríe, apoyado en el quicio de metal. Da una primera calada y la imagen se parece a esa que a mí me gusta tanto, la de él fumando entre la niebla. Luego la sonrisa se esfuma y se queda muy quieto, inexpresivo. No triste, más bien en paz, casi sin moverse, con voluntad de ser paisaje. El cigarrillo se consume en su mano mientras lo miro, él solo deja caer la colilla cuando la brasa le quema los dedos. No lo pisa cuando toca el cemento. Parece como si quisiera sonreír, pero se le hubiera olvidado cómo. Entonces da un salto ágil y se encarama al salvacuerpos, alzando primero la pierna izquierda y luego la derecha. Se sienta mirando en mi dirección y levanta por un instante su rostro hacia el sol. Sin ningún tipo de prisa, se deja caer de espaldas sin apartar su mirada de la mía. Desde que Diego se marcha el tiempo se convierte en una cosa extraña, un viaje de avión sin turbulencias que vaga y discurre sin que nada cambie. Sin orden, incapaz de concretarse en eventos o ciclos naturales conocidos: noche, día, noche; domingo, miércoles, martes. Apenas sin salir de la cama, observando durante horas o bien la luz escuálida y escalonada que entra por la persiana, o bien las sábanas aún tendidas del vecino de enfrente. (...)

15 de noviembre: fiesta de (ininteligible), Javier tiene muy mala letra. ¿No es esa fiesta en la que me dijo que se aburrió tanto, en la que me escribió de madrugada que si podía llamarme mientras volvía a casa en taxi? Sí, debe de ser esa, yo también estaba fuera, con Diego, dudando si podía decirle que nos viéramos en algún bar porque estaba un poco borracha y me sentía audaz. No me atreví. En ocasiones le insinuaba que estaba disponible y él nunca daba el paso de pedirme que nos viéramos. Pensándolo bien, es mejor que no nos hayamos conocido en persona. Imagina que hubiera venido a esta casa, que la hubiese contaminado para luego desaparecer, que hubiera manchado con su presencia alguno de tus cafés favoritos o determinadas calles de la ciudad. Imagina que hubiese muerto justo después de conocerte: qué responsabilidad más absurda. (...)

Los centros comerciales son lo peor cuando la existencia parece a punto de perder sus cimientos. La alegría navideña y brillante ocasiona el efecto contrario, los productos de Rituals, los sustitutivos de comida para adelgazar, las revistas estampadas con caras de famosos y los bolsos de diseño se revelan como lo que son: un envoltorio estridente para la muerte. ¿No lo sienten todos los que luchan a mi alrededor por llegar a tal o cual producto, conseguir la atención de un dependiente o cambiar de planta? ¿O solo disimulan? Hubo un tiempo en el que yo no tenía nada que disimular. Caminaba por tiendas y celebraciones con la ligereza de un pez payaso en el acuario. ¿Se puede volver a ese estado? Muchos de los rostros que me rodean son maduros, por fuerza tienen que haber experimentado alguna vez cómo la realidad se desacopla. Pero parecen felices, o al menos calmados. ¿Son hábiles disfrazándose o han accedido a una respuesta oculta? No parecen fingir. Eso es que aún queda esperanza. (...)


No sé cuánto tiempo paso delante de la pantalla viendo desfilar informaciones entre la leyenda urbana y la teoría de la conspiración. Al principio los resultados de sinneslöschen son decepcionantes. La palabra me lleva a una serie de testimonios dudosos en torno a un videojuego de los años ochenta, Polybius, que se instaló temporalmente en algunas salas de juego y que absorbía la mente de los que participaban. Según los creepypastas, provocó daños mentales y emocionales, epilepsia e incluso suicidios entre los jugadores. Las máquinas se retiraron con rapidez y sin huella; algunos acusan a la empresa de ser una filial de la CIA. Experimentación con humanos, claro, experimentación del gobierno de Estados Unidos con la población ciudadana, los malvados tecnócratas y el proyecto MK-Ultra. La idea de que Javier tuviese alguna clase de interés en estas cuestiones es ridícula, alienígena. ¿Javier un conspiranoico? No lo creo, imposible en una persona tan inteligente. Le gustaba Cuarto milenio, pero solo para reírse. Sin embargo, sigo leyendo, primero por Javier y luego por el morbo de navegar entre historias horribles e inverosímiles a partes iguales: Zeitgeist, Slenderman, el 11-S, el bar España, el aeropuerto de Denver, HAARP, Illuminati, las piedras de Georgia y su extraño mensaje en ocho idiomas. Después las palabras me consumen. Miro las imágenes de la piedra. Gigantescos Stonehenge seculares pidiendo la razón y el exterminio del exceso de humanos en un mundo ya superpoblado. Todas las historias que se anclan en el mundo real acaban contando lo mismo: ricos depravados sin ningún escrúpulo moral que juegan con los pobres y desgraciados mientras ellos mismos se preparan para un Nuevo Orden Mundial de control ciudadano, desastre ecológico y merma malthusiana de la población gracias a enfermedades de laboratorio y otras tretas ocultas. Un atentado terrorista en diferido. Menuda estupidez. (...)

Paso a un artículo sobre la posible relación de Polybius con la música de Pueblo Lavanda, una leyenda que más o menos conocía: quince años después de Polybius, en 1996, acusaron a otro videojuego de provocar el suicidio entre los menores de doce años. Esta vez se trataba de la primera edición de Pokémon. Según el lore, los niños que jugaron compartían un cuadro de adicción al videojuego, dolor de cabeza, hemorragia nasal, depresión y principio de epilepsia..., y el último lugar en el que habían guardado partida era en la ciudad fantasma, Pueblo Lavanda, con una torre dedicada a recordar a los Pokémon fallecidos y una música siniestra de fondo. De acuerdo con los morbosos, la melodía contenía sonidos binaurales solo perceptibles por los más jóvenes, y la prueba de que esto es cierto la encuentran en que esa versión de la música no está disponible como tal en ediciones posteriores del videojuego, ni fuera de Japón. Teoría oficial: intento de control mental con unos fines tan oscuros que ni merece la pena escribirlos. Se presuponen. La leyenda se completa con la vinculación de otro glitch de la primera edición de Pokémon, un Pokémon que aparecía solo en determinadas zonas con el número 731, precedido de una animación fantasmal que incluía imágenes distorsionadas, relacionadas, según el fandom, con una división secreta del gobierno japonés durante la Segunda Guerra Mundial que tenía el mismo número. La última de las imágenes era una bandera de Japón con el kanji del Emperador, y el creepypasta lo asociaba al intento de formar un nuevo imperio japonés alienando a los jóvenes para una Gran Batalla, un MK-Ultraamarillo. Hay unos documentos probablemente ficticios en los cuales un empleado de GameFreak, Shin Nakamura, distribuía información confidencial relativa a las muertes de varios niños que probaron el juego justo antes de su comercialización. Su mujer fue la que compuso la banda sonora de Pueblo Lavanda y, poco después, su hijo apareció muerto. Shin Nakamura se quitó la vida en el Bosque de los Suicidas el mismo día en el que se lanzó Pokémon al mercado, dejando una carta para su mujer. (...)


Falto dos días más a clase y vuelvo, pero esa mañana Diego no acude, así que me siento sola en la última fila. Mis compañeros me ignoran, una de mis profesoras me observa como si fuese una enferma terminal. De nuevo, esa noche paso cerca de dos horas mirando las sábanas tendidas en el piso de enfrente, cada día más sucias que el anterior, sin música, escuchando cómo suenan las calles, los niños que salen o entran del colegio vecino o los adolescentes haciendo botellón; pingándome sobre el alféizar y mirando la calle como desde un trampolín. Recuerdo la imagen ficticia de Javier en la terraza de su trabajo, la imagen de mi última pesadilla, de mí misma sosteniendo un cuchillo contra la piel desnuda de mi vientre. ¿Siempre tienen que ser así las cosas? Y entonces suena el teléfono. (...)



Luis pregunta: «Y dime, ¿qué tal por Tinder?». Su foto: una selfie en la que se ve su teléfono, con un gorro de lana y unas gafas redondas. David me manda un GIPHY, no sé por qué le he aceptado. Tiene la típica descripción de «Viajar, sentir, una buena conversación» junto al emoticono de una copa de vino. Julio me envía directamente su número de móvil sin hablar, supongo que le da vergüenza que alguien pueda ver que está usando la aplicación. O a lo mejor le da igual quién sea yo, y solo quiere follar. Hago un match más con Silvio: es guapo, pero leí en su descripción que, de hecho, tiene novia, y que «vive su relación de otra manera». ¿Lo sabrá ella? No quiero repetir algo como lo de Javier. He escrito a Jaime, me gusta su foto. Se parece un poco a Javier, y su descripción dice que le gusta el arte, aunque de forma tan vaga que puede significar cualquier cosa. No me contesta, y ya le escribí hace tres o cuatro horas. Mario me da una respuesta detalladísima a mi descripción, comentando cada una de sus líneas, y también mis fotografías. Empalagoso. Simplón. Qué pereza. Veo que, desde que me desinstalé la aplicación —cuando comencé a hablar solo con Javier—, un tal Sam me ha insistido periódicamente con «¿Cómo estás?» y «¿Sigues viva?». En realidad, no era mal perfil, ¿debería darle una oportunidad? David 2 me pide más fotos y me pasa su número de móvil para que pueda enviárselas. Lo cierto es que me gustaría quedar con alguien, llevo días encerrada en casa. Julio insiste, pero no me interesa. Vuelvo a la pantalla de descubrimiento, empiezo a repartir corazones verdes y cruces rojas, me entristezco al ver que todos los que me han dado Superlike son señores decepcionantes en todos los sentidos: así que eso es lo que valgo, ese es mi patrón de medida. Un tal Miguel tiene en su descripción «No sé qué hago aquí». Aunque sé que se refiere a «en Tinder», sus ojos asustados y excesivamente abiertos hacen posible la interpretación de «No sé qué hago aquí, en el mundo, en la vida». Canción de culto: Radiohead. Con eso puedo trabajar. Pero no me devuelve el match. (...)

Paso la tarde intentando entretenerme con rituales estúpidos de skincare coreano, Friends, vídeos para ejercitar tu cuerpo en cinco minutos, la radio. Nada funciona, cuanto más lo intento, más ganas tengo de hablar con Javier, es casi una necesidad física. Debe de ser otra fase del duelo: primero tristeza y anhedonia, después anhelo del objeto perdido. No puedo quedarme en casa y, no sé cómo, termino andando de camino a El Corte Inglés de Nuevos Ministerios con el ánimo pesaroso y un orfidal en vena que me impide articular los pensamientos de forma coherente, como si en mi cabeza se reprodujera una y otra vez el final de la conversación, un silencio recriminatorio interrumpido por mis balbuceos de disculpa. Tomo una cerveza de camino y, como llevo días sin comer nada, me marea y me provoca una migraña sin concesión que hace que camine más y más lento. (...)

A lo mejor soy incompatible con cualquier promesa de felicidad. Quizá solo soy esa dimensión negativa y compleja en la que algunos hombres quieren refugiarse de vez en cuando. (...)



Leí algunos libros, volví a pasarme Limbo, buceé durante horas en Sanctioned Suicide y Fabrizio me envió el artículo de Seymour Tyler. Giraba en torno a una mafia de los suburbios de Nueva Orleans cuyo líder, Michael D’Alessandro, era en teoría uno de Los Escorpiones, los presuntos creadores de El lamento de Orión o Polybius. A lo largo del relato de Tyler, se veía cómo D’Alessandro insertaba en la comunidad las máquinas recreativas que más tarde enloquecerían a unos cuantos infelices, cómo experimentaba con algunas mujeres exponiéndolas a unos audios malditos escondidos en unos casetes para aprender un idioma. Las víctimas aparecían muertas en sus casas sin rastro de allanamiento o violencia. Se habían dejado morir de hambre y sed. También me envió un relato sobre unos profesores de la Universidad de Oklahoma que se habían quedado catatónicos después de investigar un archivo en torno a una traducción misteriosa, al que también habían nombrado como «3». Por lo que Fabrizio me mostró, en línea con el artículo de Siskind, había toda una mística en torno al tres invertido: vídeos de políticos y famosos que contaban hasta tres usando los dedos de la mano izquierda, presuntos Escorpiones. Colecciones de grafitis en paredes abandonadas, documentos oficiales o cintas marcadas con el número al revés que quizá remitían a la posible organización. Tal vez no le gustaban los videojuegos, pero su teoría tenía el tufillo de uno: palabras mágicas, divinas; organización malvada que se aprovecha de un conocimiento arcano para controlar el mundo; símbolos que los distinguen. El tres invertido era el principal, pero también el signo del zodiaco Escorpio, la malaquita, el mercurio (los D’Alessandro son descendientes de Torricelli, me explicó una noche Fabrizio, y el mercurio siempre ha simbolizado lo espiritual), la constelación y el gigante Orión. No hay una versión cerrada sobre la historia del gigante cazador: en algunas su pecado es jactarse de poder acabar con cualquier animal sobre la Tierra, en otras de enamorar a Artemisa o violar a Pléyone, y en muchas de las versiones los dioses lo castigan matándole mediante la picadura de un escorpión para castigar su hybris. Si lo dejo hablar lo suficiente, acaba diciendo que Los Escorpiones, a través de diversas empresas pantalla, utilizan la industria del entretenimiento para enloquecer a sus usuarios poco a poco valiéndose de sus secretos espirituales. Me reí de él la primera vez que lo contó: ¿Y para qué? ¿Domesticación para la guerra futura? ¿Merma selectiva de la población? ¿Nuevo Orden Mundial? No digas tonterías, contestó muy serio: a veces lo utilizarán para controlar mentes, eso está claro, pero seguro que su principal motor es obtener beneficio económico. Sí, para él son así las cosas: la depresión, la ansiedad, el TDAH o incluso el autismo son enfermedades casi contagiosas que se transmiten por impulsos eléctricos. Y, por supuesto, Los Escorpiones ganan mucho dinero atiborrándonos de Xanax y Adderall. No me gustaba esa deriva tan conspiranoica. Creer en un juego mágico o elemento sobrenatural es una cosa, pero esos vídeos en los que alguien analizaba los discursos de Roosevelt, Kennedy o Clinton para buscar señales secretas me parecían demasiado. Prefería que hablásemos de nosotros. (...)

se rio de mis selfies del instituto y de los posts grandilocuentes que escribía hace un par de años sobre cultura o política. Muchas de nuestras conversaciones comenzaban con Orión o los suicidas, aunque siempre y sin excepción acabábamos hablando de otra cosa. ¿Me gustaba? Puede ser, pero había decidido postergar el juicio a ese respecto, ignorar tanto mi dependencia creciente como esa necesidad de sombras que él parecía tener, y que alimentaba las que yo misma poseía; ignorar a su vez el miedo creciente de que, como pasó con Javier, todo fuera un engaño. ¿Cuánto estaba dispuesta a dar? A lo único que no volví fue a los videojuegos, después de pasarme Limbo e imaginarme que acompañaba a Javier por el inframundo. Me recordaban demasiado a él, y Fabrizio los detestaba. Creía que la dependencia de los estímulos electrónicos es la principal causante de cualquier trastorno, sea por videojuegos o por redes sociales. Un día traté de bromear con él sobre la cuestión: no has tenido infancia, dije. Se pasó dos días sin hablarme. Solo salí de casa un par de veces y él quiso saber a dónde iba y cuándo iba a volver, igual que se preocupaba diariamente de si hacía o no cosas que merecieran la pena. Está bien que a una la vigilen un poco. Una tiranía dulce. (...)


No soporto pensar que este mundo es el único posible, pero no tengo fuerzas para ser creyente —dice—. ¿Te llamo? ¿Vemos alguna película? No me apetece mucho hablar de estas cosas. He pasado todo el día sintiéndome culpable por no haber ido finalmente a casa, llevo dos semanas sin hablar con nadie que no sea Fabrizio —Diego está oficialmente enfadado—, me pesa el vacío de no tener a quien felicitar las fiestas, de que mi vida no tenga ninguna incidencia en el mundo. Al principio me sentí orgullosa de quemar todos los puentes con mi pasado, pero no me imaginaba esto. Y me duele la cabeza (...).

—Nunca me has contado por qué escogiste el nombre de Fabrizio Canturelli —respondo en su lugar. Confío en la capacidad de Fabrizio para enfrentarse a mi hundimiento progresivo simplemente conversando. 
—Lo encontré investigando sobre la República de Fiume. Fue una especie de intelectual italiano rico que apareció de repente después de la Primera Guerra Mundial, con ciertas vinculaciones al régimen de Mussolini pero sobre todo a Gabriele D’Annunzio. 
—¿Y por qué te interesó Canturelli? 
—Fue un personaje con cierta relevancia en la alta sociedad romana, y está completamente olvidado. Un incomprendido muy interesante. Daba unas fiestas famosas en Roma, un poco raras. Siniestras. Con juegos macabros o con componente sexual. Como un Eyes Wide Shut italiano. Y escribía textos, artículos y diarios filosóficos sobre qué era la vida buena o cómo sobrevivir en la desesperanza de un mundo acabado. Tiene un libro muy interesante, Alienación y juego como forma de vida, pero no está traducido a ningún idioma. Era uno de Los Escorpiones, aunque de la rama buena. Ignoro lo de Los Escorpiones. Es el único momento en el que Fabrizio no me gusta en absoluto, cuando insiste demasiado con esa cuestión. 
—¿De qué iba el libro? 
—Del deseo y la imposibilidad de llevar una existencia auténtica. Del juego y el éxtasis como formas de conseguirlo. Y, en cierto modo, hace una defensa del suicidio y la eutanasia. La mujer de Canturelli se suicidó en 1920 y él lo hizo más tarde, durante la marcha sobre Roma. La tumba de su esposa está en Barcelona, no se sabe por qué, y cuando él murió, en 1922, pidió que lo enterrasen con ella. Es preciosa, carísima, nada hortera. Me hizo pensar que querría salir con alguien que, si yo muriera, me hiciese una tumba ahí. Mi ex no tenía buen gusto, está claro. En cualquier caso, me llamó la atención y a partir de ahí empecé a buscar. Y llegué a El lamento de Orión. Me siento un poco ridícula. A mí casi nunca nada «me llama la atención» o «me interesa», como suele sucederle a él, o como también le sucedía a Javier. (...)

Alba regresa días más tarde, ¿ya ha pasado Reyes? Es difícil saber cuál es la medida de los días cuando apenas sales de casa o no tienes nada que hacer. Lo único que avanza a mi alrededor son las conversaciones con Fabrizio, ya ni siquiera entro en Sanctioned Suicide. Un día la madre de Javier me escribe para felicitarme el año y no le contesto. Una noche que no puedo dormir juego al Pokémon Perla con el equipo que creamos juntos, una de las últimas cosas que hice con Javier, y también intento leer Madame Bovary, el último libro que él leyó. Duermo de día y juego de noche, el libro no lo acabo. Tampoco le cuento nada a Fabrizio, sé que le molestaría. Incluso que juegue le molesta, aunque no sepa casi nada de Javier. Un día, de repente es 14 de febrero y mi madre me llama para felicitarme el día de los enamorados, una vieja costumbre entre nosotras. Es febrero, qué inverosímil, cómo puede haber pasado tanto tiempo, cómo puedo haber pasado tantos días y tantas noches postrada en esta cama. Es febrero, sí, y de forma sorprendente sigue todo igual. (...)

Era extraño —comencé a escribir—. No es que fuese mejor o más interesante que otras personas que conozco, pero cuando hablaba con él me sentía solo yo misma. Es raro, porque a veces, hablando con él, era todo lo contrario a lo que yo soy, y al final él tampoco era quien decía ser. Era más infantil, o coqueta, o paranoica. Pero sentía que, ante él, estaba sola y era simplemente yo, que sus palabras me requerían de tal forma que no me podía escudar en nada, no en lo que nadie esperaba de mí, no en lo que yo creía que significaba ser yo. Que cada una de las veces empezaba de cero, que en cada gesto demostraba de una vez por todas qué era lo que quería de verdad. Supongo que es lo mismo que experimenta un creyente cuando se siente delante de Dios: no hay excusas. O lo que siente alguien que tiene una pasión y que la ejecuta, en un movimiento automático en el que no cabe decir soy de tal o cual manera, soy inteligente, o cobarde, o estúpido, o conservador, así que actuaré de ese modo. Me absorbía. Era como un juicio permanente sobre mi singularidad, sobre cada pequeña posibilidad de mi ser, sobre qué significaba ser auténticamente yo. Me parecía tan inteligente. Tan moral. Tan único. A él pude contarle lo que me pasó en Zaragoza. Nunca he podido contárselo a nadie. Cuando hablábamos no sentía el paso del tiempo, nunca tenía tiempo de mirar la hora, o de pensar en otras cosas, o de martirizarme con algo que no fuera él. Y eso me angustiaba, claro, pero merecía la pena. Merecía la pena porque encontraba en toda esa angustia una prueba de que existía en el mundo, de que tenía alguna clase de libertad, aunque fuera la de equivocarme. ¿Entiendes? Y porque, de repente, habían desaparecido tres o cuatro horas. Siempre agradezco que las horas desaparezcan. (...)


Estoy en casa con un cuchillo en la mano sostenido a la altura de mi estómago, apretando la hoja contra la piel. Busco desesperadamente a alguien en mi agenda, pero nadie coge mis llamadas. Miro la puerta para ver si Alba regresa, apretando cada vez más el cuchillo contra la piel. Sé que, si nadie me coge el teléfono, si nadie me rescata, me mataré. Y no quiero hacerlo en realidad. No quiero morir, pero me siento incapaz de apostar yo sola por la vida, así que llamo a emergencias mientras me arrastro hacia la ventana. Responde una voz femenina. —Emergencias, ¿en qué puedo ayudarle? —Estoy herida —digo con un hilo de voz—. He perdido mucha sangre. —¿Dónde se encuentra? —responde alarmada. Me quedo sin palabras. Tengo la sensación de que no va a servir de nada, así que cuelgo y me dejo caer al suelo, sin soltar el cuchillo; el rodapié se clava contra mi carne, el mundo está lleno de cristales rotos, quiero gritar, pero es como si mi boca no pudiera seguir la orden, incapaz del alarido. Vuelvo a intentar llamar a mi madre, a Diego, a amigas de la adolescencia, compañeros del máster, quien sea: nadie me responde. (...)

Llego a Barcelona pasadas las diez de la noche y me tiro todo el viaje mirando cómo atardece por la ventana. Al bajar, me saluda un viento de olor agrio, camino por la estación de Sants hasta la puerta principal y me lío un cigarrillo. Estoy en una poyata, sola y con la maleta pequeña entre las piernas, mirando hacia una pared llena de grafitis. Apenas hay nadie, es domingo y la estación está llena de solitarios que se mueven de forma errática, cuerpos siniestros y apaleados como los monstruos de un cuento infantil. Imagino que soy la única superviviente de un terremoto o de una catástrofe que llega a la última ciudad que se sostiene sobre sus cimientos. Qué fácil sería actuar en un espacio así, sin decisión o duda ante la angustia de las circunstancias. Por eso debe de gustarle tanto a Fabrizio la conspiración de Los Escorpiones. Hace que parezca que la vida urge, que hay que moverse, ya, no pensar en nada. Me vibra el móvil, es él, pero no voy a mirarlo hasta que termine de fumar. ¿Y si no voy a su casa? ¿En qué estaba pensando cuando accedí a visitarlo? Podría darme la vuelta, coger un hotel, cualquier cosa, rechazar mi destino en apariencia ineludible. Le dije que iría directamente a su casa y él me dio explicaciones precisas sobre qué metro tenía que tomar. Insistí en que no fuera a buscarme a la estación, había algo obsceno en imaginarlo en el vestíbulo de llegadas, saludándonos en público por primera vez. Camino por una avenida ancha y empinada con la sensación de que pronto sucederá algo, algo horrible e irremediable. No obedezco sus indicaciones. (...)

tiene un pene raro, enorme, curvado e inclinado hacia la izquierda, le da aspecto de sátiro. Besarme es el único gesto natural; después me alza de la cama y me pone contra la pared, lame mi espalda mientras me arranca la ropa. Me pega, no demasiado fuerte, y me pregunta si me molesta. Digo que no. Me tumba en la cama y sigue comportándose de forma exagerada, como si hubiera una cámara filmándonos, me besa de manera teatral, me da un par de azotes y me dice que me coloque encima. Apenas me entra su miembro y me duele, me duele mucho, pero no me atrevo a quejarme. Hace que cambiemos de postura varias veces y pienso que jamás se va a correr, así que finjo un orgasmo como táctica preventiva, cuando estoy a gatas en el suelo. Luego trato de decirle que estoy cansada, pero insiste en que le chupe la polla. Lo hago, claro, qué otra cosa podría hacer, aunque es difícil por la forma de su pene, el glande golpea todo el rato partes inesperadas de mi garganta. Podría llegar a vomitar, y cuando él se corre dejo que el semen se escurra por las comisuras de mi boca. Me acaricia la cabeza como si fuese un perrillo complaciente, me da una cachetada en el culo y propone que nos bañemos juntos en su ducha enana y llena de mugre. Sigue actuando mientras lo hacemos, me susurra que soy preciosa y que tengo una piel increíble, insiste en lavarme él en lugar de hacerlo yo, en secarme con una toalla rugosa que tiene las siglas de una cadena de hotel. Él casi no emplea jabón sobre su propio cuerpo. Supongo que después de esto solo queda que durmamos juntos en esa cama enana. Con disimulo, tomo un ansiolítico mientras me lavo los dientes y espero a que me haga efecto. No lo hace. No me deja dormir, no para de sobarme hasta que cae rendido. Me levanto con disimulo a buscar otro ansiolítico en mi neceser y él me pregunta entre sueños qué estoy haciendo. No contesto, a la espera de que la pregunta se disuelva. La repite. Le digo que tenía que escribir a mi madre, y eso parece contentarlo. (...)


Por la noche, los sueños se acomodan al desorden de la realidad nueva: sueño que estoy en el apartamento de Fabrizio, en la cocina sucia fusionada con el salón, con un montón de ansiolíticos alineados en forma de tres invertido, a punto de tragarlos. Él duerme en el cuarto y yo sé que me los voy a tragar, intento llamar a mi madre, a Diego, a Alba, y no funciona. Intento despertarle, pero está tan dormido que no reacciona, así que me los trago todos, en orden, sin agua para bajarlos. Después me tumbo a su lado y él me abraza con la familiaridad de una vida en común. Empiezo a relajarme, demasiado, me asusto e intento levantarme para llamar a emergencias. Pero él me está abrazando fuerte y no puedo salir de la cama. (...)

Los días se desenvuelven a través de paseos por la ciudad y conversaciones eternas sobre los mismos temas, véase: divagaciones sobre Sanctioned Suicide y el juego —incluso insiste en que probemos una simulación de Polybius, lo cual no me hace ninguna gracia—, el análisis pormenorizado de todo lo que ha sido nuestra vida desde nuestro nacimiento, curiosidades históricas con las que trata de impresionarme, juegos siniestros con el lenguaje con los que parece divertirse —¿serías capaz de sacrificarte por la humanidad?, ¿a quién elegirías para que fuese el único superviviente de una catástrofe?, ¿qué obra de arte permitirías que se destruyera con tal de salvar a tu madre?, ¿cuánto tiempo crees que serías capaz de estar sin hablar con absolutamente nadie?, ¿de qué extremidad o sentido podrías prescindir?—, y divagaciones sobre sexo y sexualidad. Fabrizio —Manuel— quiere saber con cuántas personas me he acostado, cuánto tiempo y qué pensé exactamente en cada una de esas veces. Tras escucharme, concluye que el sexo es algo que jamás he disfrutado de verdad y que no me resulta natural, sino algo parecido a un espectáculo extravagante. Puede ser, convengo, aunque no sé si es cierto. Intento rehuir todos los aspectos que me angustian de nuestras conversaciones hasta que llegamos a su cuarto. Fabrizio —Manuel— no me presenta a nadie durante los días que estoy ahí: llevo ya tres, y voy a quedarme hasta el final de la semana. Me dice que ha acabado de malas formas con casi todo el mundo por la ruptura con su ex, que ninguno de sus amigos merecía la pena en realidad, excepto yo, claro, eres perfecta, eres preciosa, me alegra tanto que por fin estés aquí. Y de alguna manera esas palabras son un ancla, mantienen fijo mi desorden. (...)

Esa es la clave para que un hombre no te haga daño: fingir hasta la extenuación que sus estupideces no te aburren. (...)

—Creo que ya me sé la historia que no me cuentas. Alguien te hizo sentir como la mierda insignificante que eras y te enseñó lo que en el fondo tú ya sabías: que no merecías que te quisiera nadie y que tu vida no servía para nada. Parece que te estoy diciendo algo horrible, pero solo es la verdad. Hay gente a la que se lo enseñan sus padres, a otros sus novios, a otros sus compañeros de trabajo o cualquier panda de subnormales. La verdad a la que algún día llega todo el mundo, o al menos todo el mundo que no es estúpido, a lo mejor a ti te llegó demasiado pronto, cuando aún no estabas preparada. Pero ya lo sabes, y ahora no hay nada que puedas hacer para ignorarlo. Intentas luchar contra ello y por eso sufres. Yo te ofrezco una salida digna. Heroica, he dicho, y así lo creo. No te prometo que te vaya a cuidar, que lo haré, sino que te voy a entender como ya sabes que te entiendo. Es fácil, en realidad. Deja de luchar. Es patético ver cómo lo haces. Y no me gusta verte así. (...)


Mychemicallife: Desde que escuché hablar de El lamento de Orión he soñado con encontrarlo. La idea de dejar de sufrir, dejar de preocuparme, alcanzar la paz... Siempre he querido ser una de esas personas que están tres días o una semana desaparecidas porque son felices y porque está todo bien. O que necesitan estar solas de verdad, estar en calma, no hablar con nadie, que disfrutan de su propia compañía. ¿Entendéis? Antes de conocer el juego, ya deseaba algo así, y cuando lo encontré me emocioné. Llevo cinco años rastreando noticias, preguntándome dónde está, jugando a simuladores, acumulando creepypastas. Y nada. Sé que mucha gente por aquí dice que si lo deseas mucho, no aparece, pero me da miedo creer eso, porque entonces se parece a una de esas típicas leyendas urbanas falsas y entonces tengo que dejar de creer en ello, y no puedo. Quiero pensar que hay alguna clase de salvación. Llevo diez años deprimida. Bueno, llevo toda la vida deprimida... Qué os voy a contar. Estáis todos aquí. ¿Cuánto tiempo llevamos aquí? ¿Alguien tiene una pista real, algo? Mandadme un DM si sí. Soy de Frankfurt, por si hay alguien aquí de la zona. Lo he pasado muy mal y me gustaría hacer que la gente se sintiera mejor. Me gustaría quedar con alguien. Providence: Ánimo, hermana. Seguimos buscando. La felicidad está en alguna parte. Wilcomachine: Te entiendo. De verdad que te entiendo. Yo no acabo de creer en la leyenda de Orión, pero me gusta pensar que existe. No solo para mí, sino para mi madre... Es feo decir esto, pero necesitaba escribirlo en algún sitio. Ojalá ella lo encontrara, y con ello encontrara la calma. (...)

Thegetupboy: @mychemicallife Tienes que aceptarlo. La salvación no es para todo el mundo. La felicidad no es para casi nadie. Yo ya me resigné. ¿Cuándo lo vas a hacer tú? Heartbitch: Mi familia es muy religiosa y piensan que si te suicidas vas al infierno. Yo soy atea, pero a veces pienso, vaya, ¿y si es verdad? Una cosa es pasar unos malos años de vida, otra es... Bueno, pudrirse en el infierno. ¿Creéis que si te dejas morir vas al infierno? No lo digo solo por Orión. Lo digo en general. Drowninginsand: No hay infierno, y si lo hay es para quien se lo merece. Mychemicallife: ¿Infierno? Esa es de las cosas que no me gustan de estar aquí. El infierno es una construcción cultural para convertir el sentimiento de culpa en una estructura social. Pensad un poco. Leed un poco. De verdad que no me puedo creer que esté compartiendo foro con gente que cree en el infierno. Yourwordsburyme: La verdad es que el infierno no me da miedo. Un tormento detrás de otro, en orden, aunque sea para siempre... Podría soportarlo. Quiero decir, creo que estoy hecho para sufrir, creo que podría llevarlo bien, sobreponerme. Lo que no puedo aguantar es la idea de un vacío absoluto, de estar suspendido en la nada viendo el tiempo pasar sin poder moverme ni hacer nada, solo soportando el peso de la eternidad. Aunque, bueno, si lo pienso bien, eso es mi vida ahora. (...)

Lleva en la mano la bolsa de alimentar a los gatos de la fuente y el frío le cala los huesos. Aunque el esqueleto siempre está mojado. Nunca se le había ocurrido pensarlo así. También lleva encima una buena tostada de PCP, quizá por eso está tan tranquilo. De hecho, ese es justo su efecto favorito del PCP: cuando uno lo toma es sencillo creer en el alma, una bolita de conciencia escolástica que solo se relaciona con el cuerpo físico por costumbre o accidente. Imagina la suya como un geniecillo ojeroso azul eléctrico que lucha a duras penas por no caerse de lo alto del cerebro. (...)

Aquí viene un experimento mental interesante: si uno, en la soledad del hogar, tiene indicios claros de que hay alguien más ahí cuando no debería haberlo, ¿qué prefiere? ¿Que haya un extraño agazapado y esperando para atacarte en la ducha, o que lo que a tu mente le parece una evidencia empírica sea una ilusión delirante? El enemigo, ¿fuera o dentro? He aquí una gran pregunta para un test de compatibilidad romántica, y no esas estupideces de playa o montaña. Si hay que elegir, Thomas prefiere al enemigo fuera, y de hecho está casi convencido de que este es el caso: el PCP no suele causar pérdidas de memoria, ni tiene ningún blanco de esa noche, ni lo ha mezclado con nada. Pero lo que desde luego ha conseguido es que no tenga miedo, probablemente por la afinidad metafísica de la droga con la teoría platónica del alma. En el peor de los casos, su geniecillo azul se las apañaría bien sin un saco de huesos húmedo que lo pasee por ahí, está seguro. (...)

Ahora Thomas se imagina a ese invitado no deseado sentado sobre el capó del coche, en el garaje, y de pronto sí tiene miedo. ¿Debería llamar a la policía? ¿Hacer guardia con el perro hasta que amanezca? Apaga la música. Le tiemblan las manos y hace que todo parezca una película de terror. ¿Qué le diría a la policía, que seguro tiene otras preocupaciones? Ha visto películas suficientes como para saber que, aunque alguien te enviara un riñón humano por correo postal diciéndote que le encantaría tener uno de los tuyos, poco pueden hacer las fuerzas del orden hasta que la amenaza se concrete. Menos aún con un allanamiento de morada en el que el ladrón no se ha llevado nada. Lo que desde luego no va a hacer es dormir, así que se traga un obetrol para ver si puede hacer de la angustia algo productivo, no recrearse en el miedo o en la autocompasión por su soledad forzosa. Para él, la represión es el mejor de los inventos humanos, mucho más que la democracia, la imprenta o la penicilina, así que pone todo de su parte para que funcione, y sabe hacer que lo haga. Es el momento de trabajar. En mitad de su delirio compositivo le entra un mensaje de Annabelle, la chica con la que compartió estancia artística hace unos años, pero no lo lee. Lo hace cuarenta horas después, inmerso en un bajón químico ahogado en tostadas con Nocilla y telerrealidad. (...)


Perdona. No quería decir eso. Gracias. Gracias por preocuparte. Te quiero. Julián se queda en silencio unos segundos. Es bien triste cómo las cosas bonitas a menudo se dicen para evitar otras más sinceras, «déjame en paz» en este caso. El porro empieza a subirle, y Thomas se tumba en el suelo con las piernas sobre el sillón. Se siente culpable, así que escucha sin rechistar el relato completo y larguísimo de la última película que ha visto Julián. Mientras lo hace, se pregunta qué partes del argumento narraría él a otra persona de forma diferente en el caso de que la hubiera visto (que no), a qué detalles daría importancia. Intenta plantear la cuestión a Julián, pero parece un colgado y no se entienden. —¿Estás fumado? —Qué va. A partir de ahí intenta decir solo frases inteligentes y precisas para alimentar la sensación de que se encuentra perfectamente. Julián se lo merece. A veces es la única roca que tiene a mano para no perder la cordura, y así se lo dice, y le da las gracias. Si supiera todo lo que está tomando, iría él mismo a buscarlo en coche para arrastrarlo de vuelta a la civilización. (...)


Vamos, vamos —le dice al perro—. Pero ni de broma por ahí. Ha susurrado. Ha susurrado a un perro en medio del campo, qué gracia, y qué remedio que reír. No debería haberse liado el segundo porro. Hay un giro a mitad de camino que lleva a la carretera principal, cuesta abajo. Tomarán ese. Ni el primero. No después de las últimas noches. Quizá no haya nadie, o si lo hay es inofensivo, otro paseante como él mismo. Es lo más probable, pero también lo es que funcione un paracaídas, y alguno se mata por ahí cuando se tira. No pienses en marihuana. En este pueblo hay paseantes en verano, no en invierno, a cinco o diez grados; la mitad del pueblo parapetado en sus casas, la otra mitad gastando el tiempo fumando cigarros frente al bar. Y qué mal huele, la cabrona, a sobaco de atleta, a abono biológico. Ya está: ha pensado en cómo huele y otra vez la náusea. Seguro que no hay nadie, uno de esos rebotes típicos de los alucinógenos. Tampoco es una noticia increíble: ¿cuántos se habrán quedado tarumbas por algo similar? Bien visto, casi mejor que la figura sea real, ¿y qué si alguien los sigue? Aquí están él y Mayordomo, treinta y seis años y ocho respectivamente, plena potencia física en ambos casos, y con la entereza propia de quien tiene poco que perder. Eso solo es cierto en su caso: Mayordomo le tiene a él por encima de todas las cosas, lo cual sí constituye una noticia maravillosa. —¡¿Hola?! —grita al horizonte, y su voz retumba contra las grandes torres de heno. Mayordomo lo mira con el mismo estoicismo que el psiquiatra de su adolescencia, solo le falta una pipa humeante y ponerse chaqueta para volverse humano. Le tranquiliza la calma de su tez combinada con sus dientes largos y potentes. El puto Bruce Willis de los chuchos, y además le quiere. No se merece esto. (...)

Solo cumple a medias sus buenos propósitos: no cocina, pero al menos elige la típica crema de verduras Knorr, que casi cuenta como una comida sana. Lo que sí pospone es afeitarse: el baño está bastante limpio después de sus esfuerzos, no quiere estropearlo. También engulle kilos de pan, con la esperanza de que ayude a que desaparezca cualquier rastro de Sustancias en su cuerpo, si bien el susto y la carrera ya han hecho bastante por la causa. En la tele hay un programa de reformas de hogar a todo trapo desde que entró. Siempre pasa las cenas así, con el televisor volumen anciano. (...)
Ahora que vuelve a estar deprimido, Thomas tiene que luchar con todas sus fuerzas contra la convicción de que los años de sosiego y alegría entre su primera depresión y la presente no fueron más que una ilusión vacua que lo alejaba de la Verdad Profunda de las Cosas, esto es: que la vida merece poco la pena y más valdría morirse cuanto antes, si no fuera porque quién sabe lo que toca después de la muerte, acaso algo mucho peor. (...)

Tampoco es que necesitase dinero, pero sí reconocimiento. En cualquier caso: le resultó sencillo olvidarse por un tiempo de la Verdad y entregarse a los placeres mundanos, cierta fama, papers académicos, un poco de romance, el típico material que llena una vida. (...)

Su siguiente despertar es uno de esos en los que se incorpora con un grito en la boca, aunque no sabe a qué se debe. Ese es el mayor inconveniente de olvidar las pesadillas: uno no sabe si teme perder los dientes, caer en un agujero enorme, la muerte propia o ajena, una traición o qué; quién es ese terrible enemigo onírico que lo ha expulsado del sueño. Cuando al miedo se le quita su objeto claro, deja de ser miedo para convertirse simplemente en angustia. Y Thomas bien sabe que la angustia es la sensación más insoportable, mucho peor que cualquier dolor concreto. (...)

Al principio ni siquiera está seguro de si está o no despierto, ni tampoco de si esa cosa terrible que pende sobre él ha sucedido ya, está sucediendo ahora mismo o está a punto de suceder. Orbita a su alrededor, como vuelo circular de aves hambrientas, y a la vez la sensación está posada sobre su pecho, impidiendo que se levante. Pero debe hacerlo, porque lo que está claro es que sea cual sea el motivo de su desazón, con toda seguridad está dentro de sí y no en el exterior, ya que se las ha apañado para encontrarlo con la casa y los párpados cerrados. Incluso, diríase: gracias a que no había nada ni nadie más que su propia conciencia, ha tenido todas las facilidades para atacarlo, y debería huir cuanto antes de dicha soledad. (...)

Thomas odia el dolor, y nunca se le ha pasado por la cabeza infligirse ningún daño físico... Lo que le faltaba ya, pincharse las piernas o los brazos con un objeto punzante, como si lo que lleva encima no fuera más que suficiente. No, no quería morirse, solo que eso desapareciera. Suponer que Thomas quiso matarse por el mero hecho de matarse sería como creer que, cuando los adolescentes borrachos juegan a fuck marry kill entre sus profesores de religión, física y matemáticas, de verdad tienen algún interés por tocar los genitales del profesor de matemáticas o casarse con el padre Nicolás. Sencillamente no quedaba otra opción. Un círculo de fuego en el que las llamas cada vez están más cerca pero nunca llegan a cerrarse, y la angustia interminable por quemarse, a menos que uno se lance contra ellas. Y tampoco parece que nadie pueda o quiera venir a rescatarte. (...)

Esta vez sí viene alguien: Mayordomo, arañando la puerta del baño con su saludo matutino. Casi llora al verlo. Deja que le suba las patas en los hombros, le lama la cara y les dé un buen motivo a sus células para soportar el asco existencial. Cómo adora a ese perro, cuánto amor puede concentrarse en un cuerpo que ni siquiera es humano. Aunque su llegada ha logrado sacarle de ese pozo, el arrebato repentino de cariño está a punto de sumergirlo en otro: la autocompasión, la lástima que le da que Mayordomo tenga que soportarlo, el recordatorio en sus visitas al veterinario cada vez más frecuentes de que algún día también morirá, un breve pensamiento para el Innombrable que se esfuerza en reprimir, un sentimiento aéreo de pena y culpa por todas las personas que ha conocido y querido alguna vez, que han tenido que soportarle también, y que más pronto que tarde morirán y desaparecerán en el vertedero de la Historia. (...)


Una noche, mientras miraba las fotos de sus funciones, que guardaba en una carpeta del ordenador llamada ***Marta!!!***, pensó: «Ah, así yo también sería guapo». Su hermana era indudablemente bonita, pero no todas sus compañeras lo eran. Había tantos tallajes en la ropa, cortes de pelo, maquillajes... Quien no era guapa era porque no se lo tomaba en serio. A él solo le quedaba el pelo al tres, su cara ojerosa, su bozo y su sobrepeso. Con catorce años, Marta ya tenía un bigote depilado y unas cejas de artista de cine. En la familia corría tanto pelo que uno podía moldearse la cara como quisiera eliminándolo, pero a él no le estaba permitido hacerlo. Su padre dejaba claro una vez al día lo que pensaba de maricones y metrosexuales. Una tarde toda la familia menos él se fue a una de las exhibiciones de Marta. Solían obligarlo a acudir, pero esta vez dijo que tenía que estudiar, al fin y al cabo ya estaba en el instituto. ¿Y si se conectaba? ¿Qué podía pasar? Eso hizo: se metió en los foros correspondientes y pasó tres horas hablando por mensajes privados con un tal NightWhite, un chico algo mayor que le dio su Messenger. Luego consiguió los Messenger de otros miembros, y posteó, y se metió en un debate anticlerical (él era anticlerical principalmente porque su madre era una meapilas) que le granjeó muchos mensajes privados. Su perfil no tenía fotografía, sino una imagen de cómo se imaginaba que podría ser su personaje en el foro de Bleach. Nadie ponía su propia cara por aquel entonces, daba miedo la mirada ajena. También se hizo esa tarde una firma para los foros con una frase de Nietzsche: «El individuo ha luchado siempre para no ser absorbido por la tribu. Pero ningún precio es demasiado alto por el privilegio de ser uno mismo». No estaba seguro de si de verdad luchaba por no ser absorbido por la tribu o más bien la tribu no tenía ningún interés por absorberlo a él, pero prefería verlo de ese modo (y era cierto que menospreciaba a sus compañeros de clase, las chicas malas y los brutos que solo sabían hablar de Zidane o Figo). Tampoco sabía demasiado sobre el autor de la frase, la había encontrado en la entrada de blog Las ciento diez mejores frases de Friedrich Nietzsche, que NightWhite le había enviado a raíz del hilo dedicado al ateísmo sulfurado. —¡Vi tu nueva firma! Puedo pasarte algún libro de Nietzsche si quieres —le diría después, tras más de tres días de desconexión—. Me sé todas las frases de esa web de memoria. Regresaron tarde. Su madre se disculpó porque no le habían dejado cena y Manuel dijo que no importaba. Tenía un secreto y lectura pendiente. (...)

Un secreto que se multiplicó durante más y más funciones de Marta y noches en las que se quedaba despierto hasta bien pasadas las doce. Luego iba con ojeras al instituto, pero qué más daba. Es más fácil ignorar la estupidez cuando sigues somnoliento y, por suerte, no era de esos a los que otros quieren dominar o fustigar físicamente. Lo ignoraban, nunca lo elegían para nada y a veces se burlaban de su gordura o de lo bajito que era, cosas así, pero no tenía que estar despabilado para evitar golpes o jugarretas. Solo esperaba que la factura no reflejase sus conexiones nocturnas. Fue un gran mes: hablaba con NightWhite cada noche, y también con otros miembros de los foros, incluso con alguna chica. Pero, para escándalo de su padre (que no pudo no enterarse), la factura del teléfono fue siete mil pesetas más alta de lo que debía ser al final del periodo. Jamás olvidaría esa bronca, ni tampoco los dos meses sin internet en casa ni paga semanal para sufragar su dispendio; ni los miles de excusas para pasar tiempo en la biblioteca municipal y así poder atender a sus nuevos amigos de la red. Lo único bueno de la situación era que cada vez que se conectaba tenía al menos una docena de mensajes pendientes, algo a lo que no estaba acostumbrado, a sentirse solicitado, y además por gente a la que respetaba de verdad, como NightWhite. Ojalá viviera en Terrassa y fuese su mejor amigo. Por lo demás, todo era deprimente: a uno de los ordenadores de la biblioteca ni siquiera le funcionaban la Q y la W. En primavera, comenzó a ir cada tarde, con la excusa de estudiar (aunque no necesitaba hacerlo para mantener una media de nueve), e incluso se echó una cibernovia a través de uno de los foros, Lunnaris Ayshell. Era de Salamanca, y fantaseaban con verse alguna vez a medio camino, quizá en Madrid. Pasaban horas hablando de libros, cómics y los pocos amigos que tenían en el instituto (sobre todo ella; él insistía en que tenía dos, exageraba sus cualidades, mitigaba su impopularidad). A veces, Lunnaris sugería que podían hacer webcam o intercambiarse fotos. Él ponía como excusa que no tenía ordenador propio (como si no lo tuviera, para el caso), porque le daba vergüenza enseñar su cara; prefería ser una imagen de anime con lágrimas negras bajo los ojos. Lunnaris era un chibi con el cabello rosa palo. La imaginaba como una de las menos populares, tímida, delgada, vestida como las chicas emo de Suicide Girls con las que se había masturbado en alguna ocasión, cuando aún tenía internet en casa. Probablemente no sería tan guapa, solo tenía doce años. La hermana menor de una Suicide Girl, pues. (...)


Bajo el título estaba la imagen: dos muchachas detrás de una gigantesca pizza barbacoa, con los labios mal pintados de negro o violeta muy oscuro; la calidad no era muy buena. Una de las dos chicas era raquítica, con una nariz enorme y un aparato de dientes de esos que tenían gomitas de colores. Llevaba una camiseta de Pesadilla antes de Navidad y un collar de pinchos, y era fea sin discusión posible. La otra era casi peor, pese a que sus rasgos de partida no eran tan malos (al menos no tenía una nariz como un sable): su sobrepeso rozaba la obesidad mórbida y tenía la cara llena de granos amoratados coronados por volcanes de pus. Iba vestida con un encaje gótico que jamás podría resultar erótico en su cuerpo. Leyó la descripción. Lunnaris era la segunda chica. Se parecía a una de sus compañeras de clase, Ángela, igual de poco agraciada e incluso más marginada que él; hasta los profesores se reían de ella cuando se dormía junto al radiador embutida en su sudadera gigantesca. ¿Había pasado tres meses saliendo con una Ángela? Qué vergüenza. ¿Y qué iba a hacer ahora? Por aquel entonces dividía a las mujeres en dos tipos: humanos despreciables, atléticos y depilados, enseñando la cadera por encima de los technowaves, y otras que, por la pinta que tenían, más les valdría ser un chico y al menos así tener excusa para abandonarse. Manuel había soñado con la posibilidad de un estrato intermedio, chicas no tan bellas como las primeras pero sí pasables, y con un interior sensible y culto como el de Lunnaris Ayshell (o con la apariencia de una Suicide Girl, las más afortunadas). Tal vez asiáticas. Pero no le cabía en la cabeza que el objeto de su deseo pudiera ser una Ángela, y menos una Ángela refea. (...)

¿Y qué podía esperar?, reflexionó Manuel esa noche, examinándose ante el espejo del baño. Él también era una Ángela. Pero eso no lo hizo sentir mejor: compadecerse por ella era compadecerse por sí mismo. Y su padre había dejado claro muchas veces que eso era de maricones. Apenas se masturbaba ya, nunca había tenido un impulso sexual desenfrenado, aunque sí le gustaba fantasear sexual o románticamente para poder dormir o para entretenerse en clases en las que tenía la certeza de que pasaría la hora sentado. Más con el cariño disimulado de seducción que con el acto sexual. Esa noche no pudo hacerlo, ni tampoco dormir: haber visto la cara de Lunnaris hizo imposible proseguir con esa práctica, lo que conllevó insomnio agravado y aburrimiento extremo (o angustioso) en las pocas clases que quedaban. Trató de continuar con sus ensoñaciones con personajes ficticios de algún libro o anime, como hacía antes de conocerla, pero le parecía un paso atrás. (...)


Amigos comunes del foro le preguntaron. Lunnaris hizo un post sobre desamor, y cada respuesta simpatizante la sentía como un ataque personal. ¿Cómo podía ser un hombre malo, si durante toda su vida solo había sido receptor de la violencia de los hombres y del afilado desdén de las mujeres? (...)

había desarrollado un protocolo completo para salir/coger el módem/enchufarlo/taparlo con una camiseta por la luz/volver al cuarto/deshacerlo todo a las dos o tres de la mañana, cuatro horas antes de levantarse. Se mantenía despierto hasta las doce con su programa de ejercicios y luego repetía, una y otra vez. Primero esquivó los foros habituales, se creó una cuenta nueva en otros con personalidades ficticias y descargó el World of Warcraft. Se pasaba horas y horas jugando, fingiendo ser David, de Cantabria, o Ángel, de Cáceres, otras edades, a veces incluso decía de sí mismo (siendo Ángel, de Cáceres) que era ingeniero informático. Nadie nunca dudaba de su testimonio. También tenía varias cuentas de Messenger, concretamente tres, Itachi Mustang, Aki Mikage y Yuna Takahashi, una identidad femenina que usaba a veces en el WoW para que lo trataran mejor otros usuarios (o para vacilar a pringados que creían que estaban hablando con una mujer). A veces actuaba como una chica que podría gustarle a él, pero era la que menos utilizaba. Solo cuando se aburría demasiado. (...)



¿Seré adicta a los mensajes de desconocidos que parecen conocerme mejor que mis padres a base de repetir clichés? (...)
¿O acaso deseaba en secreto que apareciera, con una sarta de comentarios pseudopedantes que me hicieran sentir que alguien tenía interés en verme, verme de verdad? (...)


La ha juzgado mal. Quizá ni es brillantísima intelectualmente ni su vida ha tenido una trayectoria cautivadora, pero podrían haber sido amigos de haber coincidido en el colegio o instituto. Reconoce el perfil por la forma en la que habla de sí misma, o por el deseo de impresionarle cuando tocan temas culturales: niña y adolescente edgy que durante gran parte de su juventud creyó que era especial y excepcionalmente inteligente (y esto era lo único que justificaba otros defectos, como la soledad, la impopularidad o una sensibilidad divergente al Zeitgeist quinceañero local), que descubría en la edad adulta que por el mundo campaba gente infinitamente más especial e inteligente, lo cual la convertía en un mero personaje secundario, rol al que a veces deseaba abandonarse. Casi puede verla, rodeada de adolescentes que jamás la escuchan en sus clases de lengua, las noches ahogadas en cualquier reality televisivo pese a que Los hermanos Karamazov lleve cinco años en la mesilla de noche. Le da ternura. Aunque ese tipo de gente suele sentirse incómoda en su presencia, o pone todo su empeño en llamar su atención (lo cual harta a Thomas más que cualquier cosa, más incluso que lo ignoren o desprecien). Quiere decirle: te entiendo. No tienes que demostrarme nada. (...)

Recuerda las palabras de Bacon, hablando con el retrato de George Dyer. Él querría hacer lo mismo, o al menos recrearse melancólicamente en los buenos momentos pasados. No puede, no recibe confort, solo culpa: durante sus últimos meses de vida ya estaba deprimido sin explicación, como una premonición de lo que iba a venir. ¿Por qué no fue capaz de disfrutar los escasos instantes de felicidad que les quedaban? Lo cual siempre le lleva a un pensamiento más onanista y deprimente que lo asalta desde pequeño: ¿por qué, en general, es incapaz de disfrutar los escasos buenos momentos que la vida ofrece, si apenas duran? (...)


El calendario es un hombre, la memoria una mujer. (...)

La conversación se repitió varias veces, pero no merece la pena transcribirla. No nos dijimos nada, en realidad. Giacomo me conoce bien y sabe cómo lograr que me sienta insegura, harta, molesta; pero yo también lo conozco y no dejé que se metiera en mi cabeza. De hecho, me esforcé en molestarlo... Hay cierto placer en torturar a quien se quiere. (...)

¿De dónde ha salido esta mujer tan encantadora? 
—Es la esposa de Giacomo Vitale. 
—¡Me suena ese nombre! ¿Político? ¿Periodista? 
—Sobre todo, rico —dijo Fiorella, y yo ni siquiera me atreví a defender a mi marido. Luigi rio una vez más. 
—Esos son los mejores, Fiore. 
—O los peores. Perdona por haberte sacado de ahí —añadió, dirigiéndose a mí—. 
Me estaba aburriendo demasiado y no soporto a esa bruja. Los amigos de Luigi son más divertidos. Puede que lo fueran, porque consiguieron distraerme un rato. Me permití hablar, beber más, reír, incluso dejé que Luigi coquetease conmigo mientras sus colegas, unos gentlemen menos apolillados, hacían bromas obscenas y contaban anécdotas inverosímiles sobre coches que arrancaban o no, huidas sin pagar de restaurantes caros o sus días de voluntariado en Fiume. 
—Dejad eso ya —dijo Luigi—. Conocéis las reglas de Canturelli. 
—¿Y cuáles son? —pregunté. 
—Primera regla: una fiesta no es una fiesta si asisten menos de cien personas. Segunda regla: está terminantemente prohibido hablar de política, menos aún de la guerra. Uno de sus amigos nos interrumpió y le propuso a Luigi ir a la biblioteca a buscar un ejemplar del Manifiesto comunista para cortar sobre él la cocaína antes de que llegara Canturelli. Cuando vi a Fiorella reír, pude entender qué era lo que veía Scurati en ella. Su rostro relajado era menos prieto y anguloso, con el atractivo de una planta salvaje. Me gustó. Parecía encontrar ridículas y banales las mismas cosas que yo consideraba ridículas y banales, y deseé con más fuerza que me prestase atención. Hacía mucho que no tenía una amiga de verdad. Solo tomaba prestados los de Giacomo, sin ser capaz de relacionarme nunca con sus mujeres. Luigi remoloneó, pero no tuvo más remedio que aceptar ante la avalancha de abucheos: a Canturelli le gustaría la idea, concedió al final. Me dio un beso en la mejilla, cerca de la comisura de la boca, antes de desaparecer en el interior con dos de sus amigos.


D’Alessandro fumaba en el corredor, solo aunque rodeado de gente, al lado de una reproducción de Eros y Psique. Sus ojos parecían retarme con una furia impropia de su presunto carácter pusilánime; Giacomo siempre dice de él que es uno de esos socialistas que esperan que la revolución se postergue al día siguiente, incapaces de cualquier gesto de valentía o virilidad más allá de la pura teoría. Pero sus pupilas expandidas y feroces, su sonrisa cruel, el gesto deslavado con el que sostenía el cigarro, como un arma que me apuntaba, parecían sugerir algo diferente: una violencia pueril, atávica, cruel, como la de un niño grande en el patio del colegio. No me saludó, yo tampoco a él. (...)

Fuimos a cenar a la hacienda del pueblo de al lado, bebimos mucho vino. Por la noche me desvistió e hicimos el amor. No me dolió. Repetimos los gestos aprendidos de hacerlo todas las otras veces, las muecas, los cambios de postura, las frases susurradas al oído del otro en el instante justo. Casi parecía que iba todo bien. Pero cuando terminó y se durmió me sentí sucia. Ultrajada. Me encendí un cigarro y pasé la noche fumando en la cocina, viendo las estrellas a través de la ventana y escuchando el repicar de las campanas cada hora, a las cuatro y media el canto del gallo. Claro que me sentía ultrajada: había ultrajado nuestra memoria con esta torpe imitación del amor y la concordia. ¿Me había convertido en una cínica, en una mujer fría, y por eso pensaba así? ¿O tenía derecho a pensar de esa manera, por Bianca, por todas las noches a solas, por tantas discusiones y silencios? A las seis de la mañana me metí en la cama para que cuando él se levantase no pensara nada extraño. Me abrazó por la espalda, como siempre. Qué sencillo sería aceptarlo. Imaginé un escenario en el que yo volvía a ser una esposa cariñosa, pasaba tres días en el campo, lo llamaba y regresaba a Roma con el ánimo renovado, le contaba que había leído no sé qué novela y que me había puesto al día con los periódicos; incluso convocaba una recepción en casa con algunos de nuestros amigos del pasado. Y entonces Giacomo cedía, nos reconciliábamos, pasábamos más tiempo juntos, se olvidaba en parte de Bianca. Ella insistía, atrapada en su casa con el bruto de D’Alessandro, adelgazaba, se volvía loca, montaba numeritos en las fiestas, llamaba por teléfono borracha una noche, y Giacomo se excusaba ante mí mientras le gritaba en susurros a través del auricular, pero se veía obligado a quedar con ella para evitar más altercados. Y quedaban. Tal vez hacían el amor, y qué culpable se sentiría Giacomo, tanto como para seguir quedando con ella una vez a la semana. Bianca pasaría angustiada los seis días restantes, pero se sentiría victoriosa cuando le llegaba su turno; yo, mientras tanto, conteniendo ataques de ira y resentimiento para no provocar una confrontación y que entonces ella me ganase la partida. Qué sucio. Qué insoportable. (...)


Limpiaría, pero para qué. Leería, pero para qué. Podría salir de casa, caminar por el campo como nos gustaba hacerlo, meter los pies en la fuente, comprar chocolate, pan, té; salir al porche cuando anocheciera, abrir un vino y leer poemas en voz alta, dar un paseo por la calle de la iglesia y contemplar el pueblo iluminado de noche. Días enteros de silencio en la cama. Un placer a solas es un placer desperdiciado. Vuelvo a estar como antes, arrancada del tiempo, del discurrir de las horas, como si el presente fuese una repetición del mismo instante: Giacomo acercándose un poco más a Bianca aprovechando que ella cogía otra copa, o aquella noche en casa, y la sangre. No se puede explicar. Lo intenté con Giacomo entonces, pero no lo comprendió. La voz va hacia delante, la palabra también, los tiempos verbales sugieren movimiento. Nunca digo exactamente lo que quería decir. Aquí puedo tumbarme sobre los minutos como en una pradera monocroma. (...)

Si alguien me amase lo suficiente, me curaría. Pero nadie lo hace, y la muerte está dentro de mí. Mi cuerpo es una tumba. La relación con la muerte cambia a las personas. Es lo que decían de aquellos que volvieron de la guerra. (...)

Tal vez este es mi castigo: yo amo a un hombre impío y Dios pone una mano sobre mi cabeza y me obliga a desear lo que no puedo tener, y pone sobre mi frente una estrella negra, y yo persisto en mis pecados junto a Giacomo hasta que me toca vivir el Apocalipsis, y me destierran como a los indignos a un caldero rojo y yo pido: ¿no puedo ir al limbo? No quiero ir al cielo, solo al limbo, prefiero el limbo al cielo. Esto es una tontería Dios es una tontería no sé por qué estoy pensando en esto ahora a Giacomo le daría vergüenza Giacomo no va a venir a buscarme cuando suena el timbre de la casa no es él cuando suena el pitido del coche no es él nada es él y ya ni siquiera quiero que venga le odio le odio por castigarme le odio por hacer que Dios me castigue toda la eternidad lo detesto y detesto al chico que viene cada mañana con su honk honk honk y a Nicola por irse y no insistir. Si hubiese llamado solo una vez más habría abierto la puerta, si no hubiese venido con su marido habría abierto la puerta. Nicola es estúpida; su marido, un putero, aunque mejor que tu marido se vaya de putas a que se eche una amante, ¿no es verdad? Quizá es mejor así, no aguantar a tu marido dándote cada mañana con el pene en la cadera y cada noche con el pene entre las piernas y quizá es mejor no tener que aguantar a Giacomo demasiado tiempo que se vayan los hombres y no vuelvan porque así no tendrás que aguantarlos cada mañana y cada noche y luego cada mañana y cada noche hasta que sean ancianos y huelan a ancianos y tengan los dientes marrones y los testículos como ciruelas podridas y arrugadas quizá podría comerme una ciruela si la hubiese en casa pero no es temporada y solo hay melocotones en almíbar y mermelada confitada. ¿Quién necesita que venga nadie aquí? (...)

No como no duermo no hablo veo balancearse al teléfono colgado de la mesa racaneo restos en botellas de vino bebo el jugo de la fruta en almíbar las sombras están cansadas ya ni acechan por las noches hace calor el vecino no ha vuelto con su coche ya ni siquiera fantaseo con que nadie llame a la puerta solo algunas noches pero debe de ser un coche o cualquier ruido de la calle que confundo con una llamada o con una señal que significa algo que tengo que descifrar y con cuyo enigma me entretengo hasta que recuerdo que no significa nada nada lo hace y siento que he perdido otro combate pero ah la batalla la batalla no acaba por mucho que me tumbe bocarriba y diga Me rindo Me rindo No pasa nada solo el techo Saber no es creer Juego a imaginarme que estoy aquí en el verano anterior para casarme con Giacomo recibiendo a Nicola para Probarme el vestido ultimar detalles Preparar el ajuar olvidar las niñerías Aprender a hacer mermelada confitura helado Mi padre aún vivía traía melocotones frescos del campo intentaba darme lecciones de cómo sería el futuro como si no fuese un padre sino una madre Ten cuidado con los gastos No tengas hijos demasiado pronto ni demasiado tarde. (...)

—Los socialistas han convocado huelga general para principios de agosto. No sabes la de horas que han pasado tu marido y Scurati hablando sobre el asunto. A mí me aburre. 
—¿No te interesa la política? 
—Para nada. Los hombres llevan quejándose de que ellos serían mejores políticos que los que hay desde que se puso la primera piedra sobre Roma. —Reí—. Me aburre, me aburre mucho. 
—Antes me interesaba mucho la política —contesté—. Me gustaba escuchar a Giacomo. Pero ahora no entiendo nada, ya no leo los periódicos. Y ni siquiera sé lo que piensa él. No estoy segura ni de que siga siendo socialista. Scurati y él se conocieron en el Partido, con D’Alessandro. Imagino que lo sabrás. Ella rio. 
—Ah, desde luego que ya no lo son, ¿ves a lo que me refiero? Como ninguno iba a ser un líder del socialismo, decidieron que los socialistas eran malos y que tenían que ser otra cosa, y aplastarlos, y demostrarles que eran mejores que ellos, que no supieron apreciar su valía. (...)

¿Y vais en serio? —Ah, ¡yo qué sé! Me divierte. Pero no me muero por ser una mujer casada. Enarqué una ceja. Era un poco más joven que yo, tal vez veintitrés o veinticuatro años, aunque el comentario resultaba extraño, casi fuera de lugar. Rio ante mi gesto. Tenía los dientes enormes, los ojos enormes, y por un instante deseé ser ella, tragármela y convertirme en una mujer tan capacitada para la alegría y la provocación. (...)

Todos se apresuraron a obedecerle, aunque estaba claro que ni se trataba de una fiesta ni el champán ni la cocaína procedían en absoluto a media tarde de un martes. 
—No parece interesarte en qué estoy trabajando —dijo Canturelli después de sorber su cucharilla. Me ofreció, pero decliné—. Ni ver mi casa, ¡las dos obsesiones de todos mis huéspedes! Sí que eres una mujer particular. 
—Dijeron que era un proyecto secreto, y ya he visto la mayor parte de la casa. 
—No has visto el vivero, es lo más bonito. Tengo que llevarte. A su lado, Paolo Renato golpeaba al bloque de hielo con furia, sirviéndose del martillo y un cuchillo para sacar esquirlas heladas. En el centro del bloque había una figura que parecía un ser vivo, un insecto enorme. Canturelli captó mi mirada. 
—Es un escorpión. Nos encantan los escorpiones, tengo varios en el vivero. Cuando uno muere, lo congelo en un bloque de hielo. Así nos hacen compañía. 
—¿No son venenosos? —pregunté. 
—Hay que correr algún riesgo —dijo Paolo Renato—. Tampoco llegamos nunca hasta el centro del bloque. Míster Canturelli es una de las personas más escorpión que conocemos, ¿verdad, Antonia? 
—Sol en Escorpio, Luna en Escorpio, Ascendente Escorpio —confirmó—. ¿Sabes qué signo eres, Margherita? 
—Me tomo otra raya si es Virgo —prometió Luigi, que llevaba sin hablar cerca de cuarenta minutos. (...)

Me levanté y me acerqué a algunas de las jaulas más cercanas a nosotros. Se adivinaban reptiles, arañas, algún mamífero pequeño. 
—Tus favoritos eran los escorpiones, ¿verdad? 
—Me causan respeto. Son de los pocos animales que se suicidan cuando creen que su vida está acabada, para no sufrir. Si encierras a un escorpión en un círculo de fuego, se clavará a sí mismo el aguijón o caminará con tranquilidad hacia las llamas. Hay otros que también se dejan morir, pero es más lamentable, o algunos conocidos, como los cóndores, que se destrozan el pico contra las montañas para no sufrir antes de tirarse al mar. A mí me gusta la dignidad del escorpión. Ojalá aprendiéramos algo los humanos. En esos asuntos pensamos en nuestra pequeña sociedad... ¿No quieres quedarte? (...)

Entrena dos horas en cuanto deja el ordenador: sabe que su físico no es impresionante, así que se esfuerza en disimularlo con bíceps como satélites y abdominales marcados. Antes le resultaba una obligación penosa, ahora es casi como meditar. Aunque está seguro de que su potencia sexual aumentará con la edad, ya está pasando: es alto y no va a quedarse calvo, los únicos regalos de la genética paterna; tiene dinero, tiempo para cuidarse y la feminidad es un mercado que desciende deprisa y sin frenos. ¿Cuántas de las chicas que lo miraban por encima del hombro en secundaria estarían hoy dispuestas a hacerle una mamada? Ese es el tipo de cosas que hacen que se le ponga dura. (...)

El principal problema de no dormir es que con el tiempo suficiente la realidad cobra la consistencia del sueño. Uno se levanta tras seis horas dando vueltas en la cama como un tonto y el mundo exterior tiene el aspecto de un videojuego que no termina de cargar. (...)

Su muerte ha avivado mi intuición más recurrente cuando fumo o paseo a solas: nunca volveré a sentir nada nuevo. Todo es una repetición desvaída de algo que ya he vivido. Conoces a alguien y es como si quisieras jugar a revivir las conversaciones iniciales con tus primeros amantes, pero los nuevos jugadores nunca llegan a representar a la perfección su papel. Incluso cuando te dan justo lo que siempre quisiste que te dieran, se siente como un error, no como un deseo cumplido. Finges que una anécdota te sorprende, pero antes de que comenzasen a contarla eras capaz de averiguar su final. Ninguna de tus reacciones frente a lo que debería importarte es genuina, siempre hay un punto de fingimiento o cinismo. Discutes y ya ni siquiera se grita o se intercambian reproches, ni siquiera se discute en realidad: solo se cierra una puerta con algo más de fuerza de la necesaria, un beso de buenas noches dura unos segundos menos de lo que debería. Mi existencia es póstuma. (...)

Da otra calada al porro. La decisión de no fumar había sido prudente. No le está sentando bien. En hora y media debería estar en la ópera. En un año y medio explicará con vehemencia si le gustó o no la interpretación que hicieron de Shostakóvich. En veinte años se acordará de ese porche. Siempre le había resultado ridícula la obsesión con la magdalena de Proust. Pensaba que no era para tanto, que si se repetía tanto ese tópico era porque muy pocos habían leído el puto En busca del tiempo perdido, y esa escena estaba al inicio. Ahora siente que la comprende, aunque en su caso no hay magdalena, sino porro y terraza (...).

A Thomas también se le alargan los días, por ejemplo, el de hoy. En las escasas ocasiones en las que está bien y estable, siente que el tiempo pasa muy deprisa, pero al menos forma un todo significativo. Cuando está mal, cada instante parece irremediable y eterno, aunque los días y los años se funden en un continuo en el que se desvanece el relato y el tiempo también se acelera, pero de forma completamente distinta. Ayer fue el año pasado, y anteayer 2005. ¿Hace ya treinta años que murió Cioran? Thomas lo recuerda con claridad. Eso significa que hace treinta años que leyó el primer volumen de Harry Potter, y a Thomas le resulta inasumible: se recuerda a sí mismo haciéndolo a escondidas en la cama cuando se acostaba Madre. Veinte, treinta años. Es la medida de tiempo propia de un viejo. Está acostumbrado a pensar en el pasado con referencias más pequeñas: hace cuatro años que conocí a Sara. Hace cinco años que Spencer incendió mi casa del pueblo. Hace cuatro años que vivo con Julián. ¿Eso significa que está muy cerca del Thomas que dirá «hace treinta años que murió Mayordomo»? Recuerda lo que leyó sobre la frecuencia Schumann: el tiempo se está acelerando. No podemos comprobarlo, porque también se han acelerado los relojes. Es posible que sea cierto. Incluso la convalecencia y la muerte de Mayordomo pasaron demasiado rápido. (...)

Circula por ahí una leyenda urbana que dice que el dolor solo potencia el placer que vendrá en el futuro. Y yo me pregunto, ¿qué pasa si el placer nunca llega? ¿Qué sucede si lo único que siento son pequeños oasis de dolor en un desierto de aburrimiento insoportable? Entre el horror o el vacío ¿qué potencia a qué? (...)

El agua tiene memoria. Lo demostró un científico chino. Por eso los peces de goma dejan de parecer sorprendidos cuando los aprietas demasiado. El plástico cede. Cuando la ceja derecha se convierta en abono de gusanos ¿recordará que se rompió? Y los infinitos gusanos que se lo coman ¿guardarán un fragmento del dolor de esa ceja? Cae de golpe. La pantalla se mueve. Debe de ser el flujo de la garganta al cuerpo. Es una teoría. Todos los seres somos fruto de la descomposición de los mismos cuatro o cinco seres. Cuando nos enamoramos, en realidad nos enamoramos de una parte de nosotros mismos. Todo es un símbolo de mí. Yo soy un símbolo de todo. Lo dijo Leibniz o Berkeley. Todo el mundo es una casa con su ventana y todas las ventanas miran al mismo sitio desde su posición independiente. ¿Quieres conocer el infierno? Pregúntame la hora. Hace falta ser imbécil para creer en la culpa infinita y un inconsciente para no creerlo. La imagen se concreta en el ojo circular del abuelo, que de nuevo ocupa toda la pantalla. Thomas lo recuerda. Su paso de hombre autoritario a niño senil. Esa mirada. Se tapa los oídos y cierra los ojos. Respira hondo, Thomas. (...)

—Todo el mundo es conservador, lo que pasa es que cada cual quiere conservar cosas diferentes. Y aquí nadie quiere conservar el decoro, en eso nos parecemos. (...)

No sabe cómo no ha podido verlo antes. Un ejercicio de apatía nerviosa, una huida hacia delante. Y «delante» ya no existe, quizá nunca existió, como tal vez jamás existió el futuro, solo la tendencia natural a manosear el presente hasta convertirlo en una masa infecta. El enemigo siempre fuera, porque fuera el dolor nunca es pleno. Hablar sobre él es banalizarlo. (...)
LOS ESCORPIONES.
SARA BARQUINERO
LUMEN, 2024