jueves, 27 de julio de 2023

LA MALA COSTUMBRE (Alana S. Portero)


Vi caer como ángeles terminales a una generación entera de muchachos. Adolescentes con la piel gris a los que les faltaban dientes, que olían a amoniaco y a orina. Flanqueaban con sus escorzos la salida del metro de San Blas en la calle Amposta y las praderitas del parque El Paraíso como cristos de Mantegna. Cubiertos de agujas como san Sebastián. Sentados o tendidos de cualquier manera. Moviéndose apenas, lentos y sincopados como muñecos rotos. Con la sonrisa elevada de los crucificados. Indefensos pero ya flotando en lugares donde nada podía tocarlos. Los vi brotar y hacerse cada vez más lentos hasta alcanzar la quietud final y descomponerse en el fango que se acumulaba en nuestro barrio con nombre de santo pero dejado de la mano de Dios. La primera vez que me enamoré fue de uno de aquellos ángeles. Se precipitó desde la ventana de casa de sus padres, que quedaba encima de nuestro bajo de treinta y cinco metros cuadrados, con una jeringuilla clavada en el pie. (...)
Excepto el parque y las propias casas, aquellos basurales, aquellas nadas, eran los patios de recreo de los niños del barrio y sus propios morideros cuando se hacían lo suficientemente mayores para meterse caballo. Varias generaciones de criaturas de clase obrera crecimos así, imaginando mundos enteros en las mismas nadas que podían terminar siendo nuestros lechos de muerte. Hasta la esquina de la Peluca no llegaba el jardín. La vista desde su piso bajo, si alguna vez hubiera levantado la persiana verde de cuerda que tapiaba día y noche su ventana, eran los cubos de basura. Nuestros edificios eran parte de un gran proyecto franquista de construcción de viviendas de los años cincuenta bautizado como «El Gran San Blas», que antes se llamaba el Cerro de la Vaca, nombre que debía de olerles a sudor y mierda a las autoridades fascistas. Los cobradores a domicilio lo llamaban «el barrio sin madres» porque solían abrirles las puertas de las casas niños sin escolarizar; a las luminarias del régimen no se les ocurrió que las más de treinta mil familias que fueran a parar allí necesitarían colegios cerca para sus hijos y tardaron años en cubrir esa necesidad, también la del agua corriente o la de los mercados en los que abastecerse, que fueron llegando con la lentitud y la dejadez de las cosas que no le importan a quien es responsable de ellas. Los obreros nunca fueron vistos por el franquismo de otra forma que como bestias de carga que estabular en la periferia. Ese abandono generó una conciencia de clase en el barrio que las autoridades de la Transición democrática decidieron atajar a finales de los setenta y durante toda la década de los ochenta con jeringazos de heroína casi regalados. La droga fue la última forma de ejecución sumarísima de disidentes de un régimen que había encontrado la forma de perpetuarse. (...)

LA MALA COSTUMBRE en CULTURAS2 

Mis primeros pasos como travesti fueron los de una transformista de metro veinte que imitaba a una anciana bruja y chamarilera que olía a tanatorio. (...)

Eran dos chicas que apenas habían cumplido los veinte años desplegando toda la crueldad de la que la juventud es capaz, que es mucha. Los remordimientos y la contención llegan con la decrepitud, como el egoísmo, cuando se habita el reverso de la vida y se entiende que casi nada feo existe que no nos termine por alcanzar. (...)

Yo, niña lista, marica encubierta, tartamuda, carnosa, con un parche cubriéndome el ojo izquierdo y llevando unas gafas algo más grandes de lo deseable, era lo contrario a la imagen de una criatura endiablada y no parecía albergar la crueldad inocente que se les presupone a los niños. Cuando los adultos me miraban, o les hacía gracia o sentían algo de lástima, nada grave, les recordaba lo atléticos y desenvueltos que eran sus hijos y eso les tranquilizaba; mi presencia, excepto para los verdaderamente malvados, era apaciguadora. Me daba cuenta de ello y aprendí a usarlo a mi favor. Sí que podía pensar en términos crueles. La conciencia de que necesitas un armario para esconderte te hace listísima en lo tocante al juego de la verdad y la mentira, de lo que dejas ver y de lo que no. (...)

Me hice la encontradiza garabateando los escalones bajos de nuestra escalera con un trozo de ladrillo. Ella pasaba por delante de mi casa no menos de cuatro veces al día en sus misteriosos paseos cargando bolsas de plástico bien llenas de nadie sabía qué. —Me sé los nombres de todas las vecinas de la calle. Se lo dije con el tono con el que una niña pequeña imitaría a una niña más pequeña que ella, porque a ser una mezquina hija de la gran puta también se aprende cuando te maquillas a escondidas, bailas canciones de Raffaella Carrà y de Bonnie Tyler en tu cuarto y sabes que, por todo ello, te espera una vida complicada. (...)


Cuando reímos con ganas no tenemos edad, lo hacemos igual durante toda nuestra vida y puede adivinarse en nuestra mueca la niña que fuimos o la anciana que seremos. En ese instante sin importancia nos separaban muy pocas cosas. No me equivocaba al elegirla como referente, aunque aquello se quedase ahí y no volviéramos a cruzar una palabra. Aprendí que a las mujeres que viven a su manera, que envejecen a su manera y que llevan la vida marcada en la cara, bien visible, se las suele cubrir con el manto del patetismo y de la burla porque se las teme. (...)

Para mí, que leía compulsivamente cuentos, mitos y leyendas, Gema, por su soledad, su melena larga y roja, el silencio a su alrededor y su indefensión, era Lady Godiva. Desde que tuve entendimiento y como niña que necesitaba aprender a vivir en dos realidades porque tenía dos vidas, solía situar a las mujeres que me rodeaban en espacios de fantasía en los que nada podía tocarlas y en los que podía incluirme imaginando historias tejidas con hilo de oro; veía Afroditas, Circes, Nimues y Elaines de Astolat en la parada del 28, en el andén del metro de Simancas o haciendo cola en la charcutería del señor Lucas. A veces, si me quedaba a mano, les tocaba el pelo a algunas de aquellas extrañas cuando se sentaban delante de mí y de mi madre en el transporte público, enrollaba alrededor de mi dedo índice algún mechón que se les escapaba, como haciendo un tirabuzón; a mí me parecía un gesto lacónico de cuento, de nereidas que se peinan unas a otras, y a ellas, cuando se daban cuenta, les hacía gracia. Mi madre se pasaba la vida disculpándose por ello. Muchas noches me quedaba dormida enredándome el pelo a mí misma, por si acaso el camino a la vida de ninfa comenzaba rizándose el cabello en el mundo de los sueños. No recuerdo ninguna semana en la que aquella casa miserable no estallase bajo la ira de Aurelio al menos un par de veces. Cuando no se oían gritos y golpes, ningún ruido salía de aquellas paredes. Ni televisión, ni radio ni conversaciones. Nada excepto el «té» convulsivo de Lady Godiva. (...)
Laura me pintaba las uñas a escondidas y me las limpiaba antes de que nadie lo viese, a mí y a otro niño maricón del barrio, más feo e igual de necesitado de aquellas atenciones que yo, hijo de un mecánico al que mi padre conocía desde la infancia. Sabía que la actitud de Laura le costaba que su abusador se emplease con especial encono con ella, para entender eso no hacía falta ser mayor, pero no podía evitar pedirle a menudo que se portase bien por si ayudaba a que amainase la brutalidad. Que la violencia machista se dispensa con independencia de lo que hagamos o dejemos de hacer las mujeres era algo que todavía no había aprendido. (...)

Tenía miedo de que mis padres dejasen de quererme si sabían que yo era diferente de como ellos creían. Escuchar a los adultos hablar de las personas diferentes dejaba marcas que no se borraban nunca. Las niñas siempre estamos escuchando y nunca se sabe qué se agita dentro de cada una que puede ser dañado para siempre con una palabra. (...)


 


Mi padre nos hablaba a menudo de los problemas de los trabajadores, de permanecer unidos, de dar la guerra necesaria para conseguir que todo el mundo tuviese lo básico y fuese respetado. La madrugada de la primera huelga general de trabajadores de la democracia, sorteando la razonable oposición de mi madre, nos levantó de la cama para que le acompañásemos, a él y a sus compañeros de sindicato, a sellar con silicona las puertas de las empresas del polígono industrial del barrio. Después, tomando las precauciones lógicas, nos llevó a hacer bulto al piquete para que supiésemos de primera mano qué era aquello. Mi hermano y yo éramos demasiado pequeños para entenderlo, para nosotros fue una oportunidad de pasar tiempo con nuestro padre, al que veíamos poco por sus jornadas de trabajo infinitas, y jugar juntos a algo extraño y divertidísimo. Cuando llegó la mañana y algunos trabajadores intentaron sortear el piquete, se formó el pandemonio habitual de empujones e insultos; mi padre se aseguró de que viésemos y escuchásemos todo lo que estaba sucediendo, que aquello se quedase grabado en nuestras mentes infantiles confiando en que, con el tiempo, sabríamos interpretar aquella rabia en toda su complejidad. No fue un buen final para nuestra aventura, pasamos bastante miedo, pero sí fue útil, en todo caso mi padre hacía las cosas así, su forma de demostrar amor era no mentirnos nunca, adelantarse a nuestra madurez, mostrar un respeto a nuestro criterio que no se solía reservar a las infancias. (...)
Lo primero que sí entendí fue que un esquirol, esa palabra que escuchaba a menudo y que me intrigaba muchísimo, era alguien que abandona a los suyos y los traiciona por medrar, o, peor aún, por mantener una posición de miseria más o menos segura. Quizá es que el esquirolaje no se aplicaba al ámbito doméstico o que traicionar a las mujeres no era lo mismo que presentarse como un desgraciado ante los compañeros, que entonces era otra palabra sagrada. El caso es que los hombres del edificio no creían pertinente intervenir en una situación como la del tirano del bajo izquierda. (...)

El miedo que se pasa en el armario fabrica monstruos a partir de sombras chinescas. Cada vez que se descolgaba con cosas como que estaba contentísima de haber parido dos varones, «aunque Arturo estaba loco por tener niñas, pero yo lo prefiero así, que los chicos son más noblotes». O su insistencia en llamarnos «machotes» con muchísimo orgullo en cuanto tenía oportunidad, como si el apelativo fuese una promesa que le arrancaba al futuro además de una recompensa que nos otorgaba después de terminarnos la comida o completar alguna otra tarea. Eran pequeñas afirmaciones que se iban acumulando y que parecían describir a otra criatura que no era yo. Ninguna malicia había en ellas, pero mi naturaleza sensible y despierta las recibía como avisos de la vergüenza que supondría negarlas. Yo no era un machote, ni noblote ni ninguna de esas cosas, y poco a poco me encontré intentando serlo para no parecer a ojos de mi madre eso tan débil y decepcionante que se encontraba en el lugar contrario a los machotes. Justo donde yo quería estar. (...)

Éramos una familia ruidosa que vivía en un vecindario ruidoso. La paz y el sosiego eran para las zonas residenciales. Aquella mañana, al otro lado de las ventanas, se escuchaba la eterna radial de los barrios obreros, en los que siempre hacía falta estar reconstruyendo algo porque se caían a pedazos. El vendedor de cupones hacía lo suyo en la esquina entre dos bares, cantaba los décimos con vozarrón de legionario. Cuando derrapaba con el vino barato, el canalla acostumbraba a arrancarse con el Cara al sol a todo pecho, aunque no solía llegar al «rojo ayer» sin que algún vecino le mandase callar y le recordase que no le partía la cara porque era ciego. (...)

Me acercaba a los aquelarres domésticos de las mujeres de mi familia pero mantenía la distancia exacta para no resultar obvia y romper el ambiente con mi presencia ambigua. Esto no siempre me salía bien, a menudo me llamaban la atención y solían hacer notar en voz alta y con leve fastidio que siempre estaba con los adultos, especialmente con las mujeres. Lo achacaban a querer enterarme de cotilleos, cosa que me servía como coartada y no me molestaba en discutir. El baño seguía siendo mi reino privado. Allí improvisaba maquillajes veloces, cada vez más precisos, y ponía en marcha lo aprendido observando a las mujeres de mi vida. La tristeza cada vez era más honda. La disforia, que ni siquiera sabía que se llama así, ocupaba tanto espacio mental y tanto desagrado físico ya, con nueve malditos años, que casi no dejaba lugar para nada más. En los estudios era más que solvente, casi brillante; en todo lo demás, un desastre. Imaginaba más que vivía pero no tenía dotes artísticas que me sacasen la pena, ningún desahogo me asistía, no sabía pintar mi desgracia, ni se me ocurría escribirla para no dejar pruebas. Así que la bailaba o me desdoblaba y fantaseaba con escenarios de liberación. Sobre todo escapaba a través de la literatura, del cine y de la música. Era una espectadora de todo lo que me rodeaba pero no podía tocar nada. Sobrevivía en público imitando versiones cada vez más cerradas de la masculinidad que tenía como ejemplo, que era rampante. Eso también lo ensayaba frente al espejo, que acababa siendo testigo de todas mis mentiras, de mi dolor y de mis destellos de belleza. Delante de él aprendía a mirarme sin verme. A ser un autómata. (...)


 

la aversión de mi madre por los cerrojos, en concreto si sus hijos estábamos del otro lado, era exagerada. Reaccionaba con tanta vehemencia cuando se encontraba con la puerta atrancada que una no sabía si estaba muy asustada, muy enojada o las dos cosas. Esto casaba mal con una infancia en el armario. Detrás de esa puerta solía estar sucediendo algo importante. Un paréntesis de liberación o una sesión de castigo, pero importante de todos modos. En el mundo de las puertas abiertas no había espacio para el contoneo ni para el llanto, solo para los machotes  (...).

Una parte fundamental de la estrategia de construcción de mi armario consistía en aparentar desgana ante cosas que estaba loca por hacer pero que, de hacerlas con entusiasmo, desvelarían una naturaleza no especialmente masculina. Lo primero que una niña trans aprende cuando el entorno es hostil a su causa, antes incluso de saber que lo es, cuando todo son intuiciones, es a controlar la ilusión, o a fingirla hasta que casi ni ella misma sabe cuándo es cierta y cuándo no. La construcción del binarismo era feroz en ese inicio de década. La pompa andrógina de los ochenta solo fue un espejismo para activar nuestros deseos y hacer nuestros anhelos más dolorosos por tenerlos tan presentes y tan lejanos. Para mí, pequeña travesti de incógnito en un barrio obrero, que no tenía ni idea de quién demonios iba a terminar siendo, contemplar a Boy George en toda su alegre feminidad o a Prince en medias de rejilla era como ver luciérnagas en una cueva negra y húmeda. Un instante de esperanza tan breve del que casi no se puede decir que haya existido. (...)

Cuando me asomaba al jardín de las travestis o de las transexuales famosas, porque yo podía negarme tres veces diarias a mí misma, pero estaba sedienta de referentes y resulta que casi todas eran de la misma naturaleza, todas parecían criaturas de otro mundo, perladas, inmensas y fascinantes. Sylvester, Bibi, Amanda Lear, Tula Cossey, Cris Miró. No me atrevía a pensar que esa era la que quería que fuese mi vida, aunque una punzadita de euforia me llenaba el pecho solo mirándolas. No podía desearlo. Todo lo que había oído sobre ser como ellas contenía palabras que se parecían a las que se usaban cuando se hablaba de alguien que está enfermo. También palabras de aflicción o de vergüenza. A veces de admiración, pero no como se admira algo maravilloso, más bien como el aplauso que se le daba a una obra de teatro o a una mascarada cualquiera. Algo que es vistoso solo como espectáculo pero que no tiene belleza por sí mismo sin el artificio para el que está pensado. Las peores veces, las que estaban acompañadas de un par de cubatas, las que se usaban en las comedias o en los programas familiares de televisión, eran las palabras de burla, chistes que me daban ganas de vomitar. Yo trataba de encontrar en alguna parte un lenguaje de orgullo y de fuerza para poder explicarme de una maldita vez, pero no lo lograba por más que buscase.
LA MALA COSTUMBRE.
Alana S. Portero.
Seix Barral, 2023