sábado, 11 de septiembre de 2021

La nueva masculinidad de siempre: Capitalismo, deseo y falofobias

 

Desde el título, que me parece absolutamente brillante, me había llamado la atención el ensayo de Antonio J. Rodríguez, La nueva masculinidad de siempre: capitalismo, deseo y falofobias.

A ello contribuyeron las referencias indirectas en la obra de Luna Miguel, su expareja, en la que, tras mucho (¿excesivo?) tiempo de recelo, comenzaba a sumergirme con paulatino interés (menor en la novela El funeral de Lolita, mayor en el ensayo El coloquio de las perras o el poemario Poesía masculina). También esta entrevista, plagada de titulares, con Lorena G. Maldonado.

Sin embargo, el ensayo parece estar escrito para justificar su postura como pareja y adolecer de varios de los puntos que iba a reseñar hasta darme cuenta de que aparecen mucho mejor analizados en este brillante análisis, El (poli)amor dura tres libros de Elizabeth Duval.

Eso sí, a pesar de todo, ofrece titualres jugosos, eslóganes efectivos y párrafos suculentos, como los destacados a continuación:

Contener el deseo es contener el orden público, pero también levantar un dique frente a mutuas y enriquecedoras experiencias con otros sujetos. Liberar el deseo, en cambio, amplifica nuestros sentidos, pero inevitablemente desata el caos, como corresponde a toda reacción química. A pesar de que la probabilidad de que un sujeto mantenga relaciones afectivas al margen de la unidad conyugal es bastante alta, la mayoría de las parejas que no se definen como poliamorosas omiten esta posibilidad, edificando su relato de espaldas a esta realidad. En cierta forma, se trata de una milagrosa operación arquitectónica, donde nuestra construcción afectiva se cimenta sobre una especie de lodazal o cementerio azteca. Aunque presumamos de vivir en sociedades libres, modernas y seculares, el orden social se levanta sobre una sucesión de supersticiones. En El segundo sexo, Simone de Beauvoir explica que «la humanidad es masculina y el hombre define a la mujer, no en sí, sino en relación con él». Lo mismo ocurre si hablamos de relaciones íntimas o afectivas: frente al amor convencional, el amor plural se considera una especie de mutación tumoral, sobre el que pensamos como si se tratase de un quiste que debe ser intervenido, y que pone en peligro la salud global del sujeto. (...)

la etimología de «adulterio» se refiere a la alteración o contaminación de una sustancia; «infidelidad» alude a la traición y se trata de un término de connotación religiosa (fe); y todas las variaciones internacionales del concepto fuckboy o fuckgirl deshumanizan al sujeto, convirtiéndolo en un simple recipiente de pasiones. Si el lenguaje condiciona nuestro pensamiento, una frontera evidente la podemos encontrar en la pluralidad del deseo. (...)

él, paradójicamente, sufre por dos: primero porque reconoce la impureza de su acción; segundo porque reconoce los daños que su acción provoca en ella. No obstante, no hay manera de colmar el deseo: la pureza de la esposa no le basta, y la impureza de la amante le desborda. Entre el hambre y el hartazgo, el deseo nunca encuentra su justa medida. (...)

Puesto que la naturaleza del erotismo es su carácter agridulce –al satisfacer sin colmar genera frustración, y por tanto crea dependencia–, sus consecuencias químicas guardan similitudes con las de cualquier narcótico: es ineludible desear aumentar la dosis, y cuando hablamos de dosis hablamos de tiempo y de dedicación. Dos personas que comienzan a amarse son dos sujetos que actúan como fármaco y cuerpo doliente a la vez: dos agujas hipodérmicas inyectadas entre sí. Al someter progresivamente la voluntad del individuo, la adicción precipita –entre otros– al menos dos escenarios aparentemente indeseables: su vínculo con la poción se rompe (la nueva relación se degrada), o su vínculo con todo lo que no es la poción se rompe (sus antiguas relaciones se degradan). Dado que no es fácil hacer aterrizar nuestro cuerpo y nuestra voluntad alterados en estas circunstancias, no parece existir manera dulce de poner fin al amor plural; tampoco, de hecho, con una ética del poliamor. Claro que la amargura del aterrizaje queda compensada por el éxtasis del despegue, razón que sostiene la infinitud del bucle e introduce una nueva variable en términos de cuidados de pareja: uno no solo teme que su compañero inicie una relación íntima con un tercero por miedo al abandono, sino que también teme ver experimentar las consecuencias de una adicción o de un síndrome de abstinencia; en este caso, sufre más quien ama doble que quien ama a una sola persona. (...)

"La masculinidad hegemónica contempla como una especie de fracaso el encuentro entre un hombre y una mujer que no acaba en actividad sexual, y es incapaz de contemplar como una gran felicidad compartida ese mismo encuentro que concluye en una química no resuelta cuando ambos actores son perfectamente conscientes de la situación pero no necesitan certificar el afecto a través del sexo. (...)


Toda civilización que consigue reproducirse a lo largo de los siglos lo hace por su carácter infranqueable y laberíntico, que opera como cul-de-sac o como trampa: hagas lo que hagas, contribuyes a su legado. (...)

Desde los primeros cristianos hasta el siglo XXI, la templanza es vista como un signo de dominio masculino, pero su antónimo, la colonización masiva y violenta del cuerpo femenino, significa lo mismo. En realidad, lo uno no se entendería sin lo otro. Desbloquear esta aparente incapacidad del hombre –emparedado entre la abstinencia y la depredación– en pro de unas relaciones íntimas no violentas pasa por extinguir la cosificación. Por oposición al abuso, la objetualización del cuerpo de la mujer y la imposición violenta de la voluntad del hombre se da entonces el flirteo, un tipo de interacción social cuya naturaleza es precisamente el lenguaje de la ambigüedad, y cuya iniciativa puede ser liderada por hombres y mujeres. Lo que caracteriza el flirteo es que todo significa todo y a la vez nada. (...)

Procedente del plano de la amistad, es objetivamente imposible demostrar en el flirteo la existencia de segundas intenciones, pero a la vez tiende a la polisemia y tiene la capacidad de inducir a la paranoia: ¿habrá querido decir algo más? El flirteo es conversación pública y privada: pública porque pasa desapercibida en un contexto plural; privada porque puede ser descodificada de una única forma por una sola persona. No obstante, esta lectura adicional corresponde al interlocutor, libre para elegir la connotación que desea dar al mensaje; libre para acceder o no a la polisemia del mensaje. El flirteo embellece y ennoblece el mundo. (...)

Sustituir la imposición por el consentimiento, no obstante, es solo un estadio más en el proceso de extinción del heteropatriarcado, que conduce irrevocablemente al fin de la heterosexualidad y su consecuente reemplazo por el amor queer. Lejos de ser una provocación banal, este enunciado refleja un desplazamiento lento pero firme iniciado en el siglo XX, como el movimiento de una placa tectónica que solo se aprecia al término de una era geológica. Desde el momento en que aceptamos distintas gradaciones de género, la heterosexualidad se relativiza y se aproxima al territorio de lo trans. (...)

A pesar de que objetivamente un falo es solo eso –una pieza más del cuerpo–, nuestro discurso de género lo ha convertido en un dolmen que nos conecta con nuestros miedos más irracionales. De esta forma, desarrollar una ética amatoria al margen de las actuales violencias que dominan el deseo solo puede pasar por que los hombres relajemos nuestra relación con el falo; en particular, con los que no son el nuestro. Mientras los hombres sigamos siendo incapaces de besar otro falo, el machismo no desaparecerá. (...)

Una simpática paradoja de esta nueva masculinidad igualitaria, desarrollada al calor del feminismo viral y de la actual conversación sobre el género en distintas latitudes, es que, cada vez que sus embajadores reivindican el feminismo, a la vez reafirman su virilidad heterosexual. A más feminismo, más masculinidad hegemónica. Siempre más de todo. Si lo queer disuelve la gramática del género, la nueva masculinidad de siempre sobrecalienta la identidad masculina sin renunciar a una presunta voluntad igualitaria. De la misma forma que en tiempos no tan pretéritos la asimilación de presupuestos machistas garantizaba la supervivencia de las mujeres en entornos adversos, la pervivencia de la dominación masculina pasa hoy por revisar los signos de masculinidad. (...)

Si existe algo así como una nueva masculinidad, opuesta a la masculinidad reaccionaria pero también a la sensibilidad queer, esta se despliega como un juego de suma cero: la renuncia a ciertos estándares masculinos se suple con otros rasgos musculados con esteroides. Que surjan nuevas sensibilidades masculinas conscientes de la deuda histórica hacia las mujeres es, por lo demás, una buena noticia. Al mismo tiempo, su existencia contiene las semillas de su tergiversación. ¿Podría ser que las nuevas masculinidades no fuesen más que herramientas de un capitalismo heteropatriarcal para asegurar su legado en tiempos de feminismo? Sin lugar a dudas. Razones para desconfiar de aquellos proyectos que prometieron reformar el capitalismo, además, hay unas cuantas. (...)

«Cada momento de la historia», asegura en una entrevista el ensayista Eloy Fernández Porta, «inventa su crisis masculina. Hace siglos que las mujeres están a punto de emerger de forma definitiva en la sociedad y nunca acaban de salir. Con la masculinidad», añade, «pasa lo opuesto. Hay una caída a cámara lenta que nunca llega a su fin.» Es decir, asistimos a un momento en el feminidad y masculinidad son dos líneas asintóticas en ascenso y descenso respectivamente, y ya no solo es que el sol no acabe de nacer para la nueva hegemonía, sino que el viejo mundo a menudo se comporta como un anfetamínico muerto viviente: moribundo, pero ultraviolento. Una particularidad de nuestro siglo XXI es su inclinación a clonar fiascos: la crisis de las puntocom de comienzos de siglo se reencarnó años después en la burbuja de Silicon Valley; el recalentamiento de la economía entregada a la deuda que dio pie a la crisis de 2008 se repitió una década después con otros agentes; Al Qaeda perdió influencia, pero su lugar lo ocupó Daesh, y lo hizo con más fuerza que su predecesor; igualmente, el racismo implícito en la concepción de la modernidad como un choque de civilizaciones tras los atentados del 11-S reapareció con el avance de partidos y figuras ultras en todo el mundo (de la candidatura de Trump a los promotores del Brexit, pasando por los buenos resultados del Frente Nacional en Francia y de la Liga Norte en Italia, o el gobierno de Jair Bolsonaro en Brasil). Lo que ha sembrado la violencia generada al calor del capitalismo global es una sensibilidad política profundamente reaccionaria, que, por supuesto, afecta también a la educación de género. (...)

No hay, en este sentido, mejor pasaje que el emblemático inicio de Historia de dos ciudades, de Dickens, para explicar nuestra época: «Eran los mejores tiempos, eran los peores tiempos, era el siglo de la locura, era el siglo de la razón, era la edad de la fe, era la edad de la incredulidad, era la época de la luz, era la época de las tinieblas...» Lo que comprendemos como nuevas masculinidades no deja de ser una anomalía, o por lo menos un fenómeno que ocurre en espacios privilegiados del capitalismo: Hollywood, París, Nueva York..., megalópolis ultracompetitivas donde residen los líderes y ganadores de nuestro tiempo, o lo que entendemos por tal cosa. Slavoj Žižek utiliza la metáfora de un Occidente protegido bajo una especie de cúpula, fuera de la cual solo hay guerras, desigualdad rampante y movimientos migratorios masivos. (...)

Es de aquí, de esta falla abierta entre los ganadores y los perdedores del capitalismo, de donde mana una realidad que muchos han sabido capitalizar: frente a las nuevas masculinidades de élite, aparecen nuevas masculinidades reaccionarias. Mientras el capitalismo encuentra espacios de diálogo con ciertas reivindicaciones feministas (Sea una líder exitosa; congele sus óvulos y posponga el embarazo), los paladines iliberales de la contemporaneidad también hacen lo suyo. Para ellos, dos caminos posibles: dejarse liderar por ellas y/o reavivar el argumentario machista. (...)

La supervivencia del machismo, además, ya no depende solo de la reproducción automática de sus esquemas sociales: ahora es preciso legitimarlo intelectualmente. Y para ello ha tenido especial relevancia la producción de discurso de las llamadas derechas alternativas, alt-right, una serie de movimientos de ultraderecha expandidos gracias a internet y entre cuyos primeros representantes encontramos a Milo Yiannopoulos, que podría definirse como una especie de intelectual viral: abiertamente gay y tránsfobo, su popularidad creció al calor de numerosas polémicas, entre las que figura una protagonizada con la actriz Leslie Jones y que le valió la suspensión de su cuenta de Twitter, lo que a su vez le convirtió en un presunto mártir por la libertad de expresión para la ultraderecha. Especialmente sonada fue la negativa de la editorial Simon & Schuster a publicar su libro Dangerous después de haberlo contratado; finalmente, apareció autoeditado y se coló en la lista de los más vendidos de no ficción en Estados Unidos. A un lado encontramos entonces una nueva masculinidad progresista, que a su vez es sospechosa de ser un subterfugio para asegurar la supervivencia de la masculinidad hegemónica, y al otro lado, una beligerante reacción de hombres embravecidos, con frecuencia autodeclarados víctimas del capitalismo, aunque en realidad parezcan más unos aristócratas venidos a menos, resistentes al cambio y peligrosamente nostálgicos. (...)

¿Cómo se sobrevive al machismo cuando la defensa de la igualdad está en minoría? He aquí uno de los problemas más amargos del progresismo contemporáneo, pues a pesar de que las lecturas de género han sido motor indiscutible del cambio social en los últimos años, no menos cierto es que su presencia en el debate público y político ha causado fricciones en apariencia insalvables. Figuras como Mark Lilla, autor de títulos como El regreso liberal. Más allá de la política de la identidad, han encarnado este desencanto. A su juicio, las peculiaridades de lo que él llama las «políticas de la diferencia», en gran medida discípulas de obras mayúsculas de la teoría de género como El género en disputa, de Judith Butler, son dos: su incapacidad de articular el relato de un «nosotros» y su carácter exclusivo y/o elitista. (...) que los hombres asumamos, comprendamos y compartamos con otros hombres que el feminismo no va contra nosotros ni contra nuestra sexualidad, sino contra un privilegio inmerecido, es un avance tanto para los seguidores de la teoría de género como para los que encuentran inconvenientes a las políticas de la diferencia; es decir, para todo el espectro progresista. Raewyn Connell, socióloga transgénero especializada en estudios sobre el hombre, precisa en uno de sus artículos: «Los hombres que quieran desarrollar políticas de apoyo al feminismo, ya sean gays o heteros, no están en una posición fácil. Es probable que se topen con la burla de otros hombres, y de algunas mujeres [...]. Tampoco es que necesariamente vayan a obtener el apoyo de mujeres feministas, algunas de las cuales sienten una gran desconfianza hacia los hombres, muchas de las cuales recelan del poder de los hombres, y todas ellas están antes comprometidas con la solidaridad entre mujeres.» (...)

Favorecido por el poder conector de la tecnología, el feminismo viral ha traído consigo un movimiento sísmico de carácter planetario. Por un lado, el feminismo dejaba de operar como un abstruso y antipático objeto de investigación académica para reformatearse como una alianza global entre amigas y compañeras; una fiesta emancipadora de mujeres. Por otro, el movimiento también significó deshacer una infinidad de conflictos entre mujeres que de pronto eran correctamente leídos como la trampa de un patriarcado cuyos opresores convivían con sus víctimas en aparente concordia; una concordia basada en la sumisión. Consecuentemente, muchos hombres próximos se convertían en adversarios. (...)

 ¿Acaso lo queer no constituye un tipo de belleza abarcadora, en cuya falta de definición se encontraría el denominador común del sujeto de deseo femenino y masculino? f) ¿Y a partir de qué grado de ambigüedad de género en la persona deseada empieza a perder definición la performance de la heterosexualidad? La mayoría de estas preguntas pivotan sobre un mismo eje: no existe nada parecido a un grado cero del género, como tampoco existe un grado cero de la hombría, y si existen, cambian en función de la época y el lugar, confirmando así la sospecha de que ser hombre, como ser mujer, es, en efecto, una dramatización. Ser consciente de que sobre uno recaen toda una serie de expectativas de género no es incompatible con el hecho de cumplirlas críticamente, como tampoco es incompatible el sindicalismo con ser un trabajador ejemplar –aun cuando parte del sindicalismo aspire a la abolición del trabajo–. Cisheteroqueer podría ser una forma de bautizar este fenómeno: el momento a partir del cual el sujeto cishetero comprende la heterosexualidad como una ficción, o por lo menos como una definición muy relativa y muy poco científica, en la medida en que la civilización desplaza y remezcla los significados de hombre y mujer a lo largo del tiempo. De hecho, la afirmación yo soy heterosexual, antes que un hecho científicamente constatado, es un enunciado que tiene forma de superstición y sortilegio. Es una profecía autocumplida; la ilusión de creer tener un destino. (...)

Si hay un tema que divida la producción cultural de la generación milenial, ese es el feminismo. Para los nacidos en los ochenta y los noventa, la discusión alrededor del feminismo equivale a lo que para las generaciones anteriores supuso la cultura audiovisual de masas o la popularización de internet; dos temas, por lo demás, sobre los que la conversación ha ido menguando progresivamente porque ya no hay nada que debatir: la distinción entre alta y baja cultura resulta una idea profundamente anticuada, e internet es asumido como la plataforma que ordena la práctica totalidad de narrativas culturales, fuera de la cual no hay nada relevante, o al menos nada que funcione con mucha autonomía. Con la conversación sobre género, en cambio, no pasa lo mismo. El feminismo es el tema que más ha atravesado e influido a toda la generación milenial, pero es precisamente por su envergadura por lo que todavía encuentra resistencias. (...)

Como Moisés abriendo el Mar Rojo, el feminismo ha creado una brecha entre todo tipo de intelectuales y creadores: hay quienes reconocen haber cambiado su forma de pensar a partir de este debate –lo que no siempre significa ser feminista, pero casi– y quienes, incluso admitiendo una transformación, responden con escepticismo –lo que no siempre significa ser machista, pero casi. En toda acción política hay un momento para la diplomacia y otro para la violencia: política, ya se sabe, es rodear al enemigo; su definición. Hacer política es también un rito de seducción y desprecio; una justa distribución de premios y castigos, mayoritariamente entre las líneas enemigas: hacer feminista al machista –como cualquier proceso de aprendizaje, ¿como cualquier sistema penitenciario efectivo?– implica un complicado pero justo reparto de palos y zanahorias, además de una huida sostenida de cualquier radicalismo (no es raro imaginar un sistema penitenciario que consigue lo contrario de lo que se propone, como tampoco es raro imaginar a un sujeto que alimenta sus posiciones por reacción al simple cuestionamiento de nuestra idea de género).

LA NUEVA MASCULINIDAD DE SIEMPRE: CAPITALISMO, DESEO Y FALOFOBIAS.

Antonio J. Rodríguez.

ANAGRAMA