EN GENERAL, se tiende a creer que Europa reaccionará. Que después de las elecciones alemanas, en otoño, la Unión enderezará el rumbo hacia el crecimiento. Que la economía no llegará al colapso. Que el euro resistirá, porque su destrucción tendría efectos inconcebibles. Que todo esto, al final, acabará saliendo bien.
Hay que esperar que así sea.
También en 1914 había esperanzas. La guerra era inevitable, pero no iba a durar. Los generales de uno y otro bando sabían lo que hacían: habían estudiado a fondo las campañas napoleónicas y el conflicto franco-prusiano y garantizaban unos movimientos masivos y vertiginosos de la infantería, dotada de transportes y de armas automáticas. La gente vitoreaba a las tropas que partían hacia la guerra-relámpago. Cuatro años más tarde, en 1918, sobre una Europa traumatizada se alzaba una montaña de nueve millones de cadáveres.
Esa guerra era la última, se dijo.
Alemania, sometida a profundas convulsiones políticas tras la caída del Kaiser y al pago de reparaciones de guerra, entró en una fase de hiperinflación. En 1930, sofocada el alza de precios, el canciller Brüning aplicó una política deflacionista. Lo que llamamos devaluación interna. El principal objetivo de Brüning consistía en cumplir con el pago de las deudas para que siguiera llegando crédito, y los acreedores no aceptaban cobrar en moneda devaluada. Era necesario, por tanto, devaluar todo lo demás. Bajaron salarios y precios. El desempleo aumentó de forma vertiginosa. No hace falta subrayar la similitud con ciertas situaciones de hoy. Sólo tres años después, Adolf Hitler ocupaba la Cancillería de Berlín.
En la primera mitad del siglo XX, la historia del continente es la historia de un suicidio colectivo. Nos acostumbramos a pensar que eso quedó en el pasado. La convergencia económica y política trajo paz y prosperidad.
No hemos tenido demasiado en cuenta, quizá, las condiciones excepcionales en que se desarrolló ese proceso virtuoso. La Guerra Fría suponía una amenaza, pero también una garantía de estabilidad. Las dos Alemanias permanecían ocupadas por las potencias vencedoras, aunque se notara mucho más la ocupación soviética en la RDA. Y Europa disponía de una élite política que había conocido personalmente los horrores del pasado.
Aún no sabemos si el paréntesis es la crisis actual, o si el paréntesis fue la Europa rica y pacífica a la que nos acostumbramos durante décadas. Aún no sabemos si Europa se ha curado ya de sus tendencias suicidas.
viernes, 17 de mayo de 2013
Todo irá bien
San Enric González escribe un artículo brillantísimo hoy en El Mundo que reproduzco a continuación sin ningún tipo de permiso:
miércoles, 15 de mayo de 2013
En la plaza (un poema de Vicente Aleixandre)
Hermoso es, hermosamente humilde y confiante, vivificador y profundo,
sentirse bajo el sol, entre los demás, impelido,
llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado.
No es bueno
quedarse en la orilla
como el malecón o como el molusco que quiere calcáreamente imitar a la roca.
Sino que es puro y sereno arrasarse en la dicha
de fluir y perderse,
encontrándose en el movimiento con que el gran corazón de los hombres palpita extendido.
Como ese que vive ahí, ignoro en qué piso,
y le he visto bajar por unas escaleras
y adentrarse valientemente entre la multitud y perderse.
La gran masa pasaba. Pero era reconocible el diminuto corazón afluido.
Allí, ¿quién lo reconocería? Allí con esperanza, con resolución o con fe, con temeroso denuedo,
con silenciosa humildad, allí él también
transcurría.
Era una gran plaza abierta, y había olor de existencia.
Un olor a gran sol descubierto, a viento rizándolo,
un gran viento que sobre las cabezas pasaba su mano,
su gran mano que rozaba las frentes unidas y las reconfortaba.
Y era el serpear que se movía
como un único ser, no sé si desvalido, no sé si poderoso,
pero existente y perceptible, pero cubridor de la tierra.
Allí cada uno puede mirarse y puede alegrarse y puede reconocerse.
Cuando, en la tarde caldeada, solo en tu gabinete,
con los ojos extraños y la interrogación en la boca,
quisieras algo preguntar a tu imagen,
no te busques en el espejo,
en un extinto diálogo en que no te oyes.
Baja, baja despacio y búscate entre los otros.
Allí están todos, y tú entre ellos.
Oh, desnúdate y fúndete, y reconócete.
Entra despacio, como el bañista que, temeroso, con mucho amor y recelo al agua,
introduce primero sus pies en la espuma,
y siente el agua subirle, y ya se atreve, y casi ya se decide.
Y ahora con el agua en la cintura todavía no se confía.
Pero él extiende sus brazos, abre al fin sus dos brazos y se entrega completo.
Y allí fuerte se reconoce, y se crece y se lanza,
y avanza y levanta espumas, y salta y confía,
y hiende y late en las aguas vivas, y canta, y es joven.
Así, entra con pies desnudos. Entra en el hervor, en la plaza.
Entra en el torrente que te reclama y allí sé tú mismo.
¡Oh pequeño corazón diminuto, corazón que quiere latir
para ser él también el unánime corazón que le alcanza!
(Vicente Aleixandre)
sentirse bajo el sol, entre los demás, impelido,
llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado.
No es bueno
quedarse en la orilla
como el malecón o como el molusco que quiere calcáreamente imitar a la roca.
Sino que es puro y sereno arrasarse en la dicha
de fluir y perderse,
encontrándose en el movimiento con que el gran corazón de los hombres palpita extendido.
Como ese que vive ahí, ignoro en qué piso,
y le he visto bajar por unas escaleras
y adentrarse valientemente entre la multitud y perderse.
La gran masa pasaba. Pero era reconocible el diminuto corazón afluido.
Allí, ¿quién lo reconocería? Allí con esperanza, con resolución o con fe, con temeroso denuedo,
con silenciosa humildad, allí él también
transcurría.
Era una gran plaza abierta, y había olor de existencia.
Un olor a gran sol descubierto, a viento rizándolo,
un gran viento que sobre las cabezas pasaba su mano,
su gran mano que rozaba las frentes unidas y las reconfortaba.
Y era el serpear que se movía
como un único ser, no sé si desvalido, no sé si poderoso,
pero existente y perceptible, pero cubridor de la tierra.
Allí cada uno puede mirarse y puede alegrarse y puede reconocerse.
Cuando, en la tarde caldeada, solo en tu gabinete,
con los ojos extraños y la interrogación en la boca,
quisieras algo preguntar a tu imagen,
no te busques en el espejo,
en un extinto diálogo en que no te oyes.
Baja, baja despacio y búscate entre los otros.
Allí están todos, y tú entre ellos.
Oh, desnúdate y fúndete, y reconócete.
Entra despacio, como el bañista que, temeroso, con mucho amor y recelo al agua,
introduce primero sus pies en la espuma,
y siente el agua subirle, y ya se atreve, y casi ya se decide.
Y ahora con el agua en la cintura todavía no se confía.
Pero él extiende sus brazos, abre al fin sus dos brazos y se entrega completo.
Y allí fuerte se reconoce, y se crece y se lanza,
y avanza y levanta espumas, y salta y confía,
y hiende y late en las aguas vivas, y canta, y es joven.
Así, entra con pies desnudos. Entra en el hervor, en la plaza.
Entra en el torrente que te reclama y allí sé tú mismo.
¡Oh pequeño corazón diminuto, corazón que quiere latir
para ser él también el unánime corazón que le alcanza!
(Vicente Aleixandre)
domingo, 12 de mayo de 2013
Cualquier sistema que levantéis sin nosotros, será derribado.
Leonard Cohen en la voz de Constantino Romero.